TERRORISMO, NARCOTRÁFICO Y DELINCUENCIA






Armando Borrero Mansilla*

* Sociólogo de la Universidad Nacional, Especialista en Derecho Constitucional de la Universidad Externado de Colombia y Magister en Defensa y Seguridad Nacional de la Escuela Superior de Guerra. Se ha desempeñado como Consejero Presidencial para la Defensa y Seguridad Nacional (1994-1996), Miembro de la Comisión Especial para la Policía Nacional (2003-2004), Profesor de la Universidad Nacional (1986-2000) Decano de la Facultad de Artes y Humanidades de la U. Pedagógica Nacional (1982-1985), Subdirector del Instituto de Desarrollo Urbano IDU de Bogotá (1974-1975) entre otros cargos, y profesor e investigador en varias universidades. Autor de trabajos sobre Defensa y Seguridad, Política y Sociología.

Resumen

El terrorismo no es un fenómeno simple ni fácilmente tipificable. Hay terrorismo puro, terrorismo auxiliar de guerrillas, movimientos o partidos y terrorismo de origen delincuencial. En Colombia se dio esta modalidad durante los años ochenta y noventa del siglo pasado y adquirió una dimensión política porque desafió actuaciones e instituciones del Estado. El origen de este terrorismo fue el narcotráfico cuyos recursos hicieron posible la lógica de enfrentar con violencia al Estado. Normalmente la delincuencia usa la violencia de manera limitada, para fines inmediatos, pero un negocio de magnitud extraordinaria le permitió intentar el doblegamiento de las instituciones y de la sociedad en general. En Colombia esta modalidad tuvo éxitos episódicos antes de ser finalmente derrotada.

Abstract

Terrorism is not a simple phenomenon, nor is it easily classifiable. There is pure terrorism, terrorism by political guerrillas, movements or par ties, and terrorism by common criminals. In Colombia, this latter mode arose during the 1980s and 1990s and acquired a political dimension due to challenging state action and institutions. The source of this terrorism was the drug traf fic, whose resources made it possible to challenge the State with violence. Normally criminals employ violence in a limited way, for immediate ends, but a business of extraordinar y magnitude allowed them to attempt to subjugate state institutions and society in general. In Colombia this action enjoyed occasional successes until it was finally defeated.

Introducción

El trabajo que se anuncia trata sobre la relación entre la delincuencia común y el terrorismo. Las relaciones entre los dos fenómenos son complejas: pueden ir desde relaciones funcionales como la de un grupo terrorista que se apoya en bandas delincuenciales para conseguir armas y explosivos, hasta la aparición de grupos terroristas surgidos de las bandas con el objeto de defender el negocio contra los Estados y sus aparatos de policía y justicia. En medio se dan modalidades de terrorismo intra y extra mafioso, cuando las bandas utilizan el terror para combatirse entre sí. Esta última modalidad es frecuente cuando la delincuencia maneja mercados no regulados, por ilegales, y en los cuales la competencia se hace por medio de violencia.

El caso colombiano es el de un terrorismo que pretendió, y logró parcialmente, cambiar regulaciones estatales. A finales de los años ochenta, sobre todo, tomó este cariz político. No a la extradición, no al actuar de policía, justicia y medios de comunicación contra los intereses de los carteles, no a todo lo que significara un obstáculo para los carteles de la droga. El baño de sangre subsiguiente se recuerda con estremecimiento. El precio pagado por las instituciones y por la sociedad fue muy alto. Cesó cuando fue claro que los recursos institucionales, sumados a la ayuda de la comunidad internacional, lograron derrotar al cartel de Medellín. Pero mientras duró hizo que la violencia terrorista, sentida como rural y aislada hasta entonces por los colombianos, llegara a las ciudades, a las clases sociales antes libres de amenaza y a las instituciones centrales del Estado.

Las formas de violencia con fines políticos

La violencia que busca conseguir algún tipo de ventaja para quien la aplica, se utiliza de dos maneras principalmente: la que se dirige a debilitar a un rival para desarmarlo e imponerle la voluntad propia, es decir, la fuerza militar típica, y aquella otra que busca dañar al enemigo. En el modelo clásico de guerra, el vencedor es quien desarma al enemigo mediante el uso de la fuerza militar. El poder de dañar, en cambio, opera bajo otros presupuestos: no pretende destruir o neutralizar al oponente, sino crear una situación que le resulte insoportable al rival para que, al final, tenga que doblegarse y ceder a las exigencias de quien tiene la capacidad de producirle daño.1

1 Sobre el particular confróntese: Sánchez-Cuenca, Ignacio, ¿Son todos los terrorismos iguales?, en: Revista CLAVES de Razón Práctica, Madrid, No. 144, Junio-Agosto de 2004, pags. 22 y siguientes.

Para ilustrar la cuestión con ejemplos, la primera guerra mundial terminó cuando uno de los bandos se sintió incapaz de continuar con el esfuerzo de la guerra. Alemania y sus aliados llegaron a la situación de no poder mantener un ejército en el frente, alimentarlo, armarlo y equiparlo para resistir a los aliados contrarios. No fueron desarmados en combate, pero al no poder continuar y entrar en crisis, si se les impuso la voluntad del vencedor y fueron desarmados. En este ejemplo, los contendores tenían capacidades relativamente similares y apelaron a la fuerza militar. En la isla de Chipre, durante los años cincuenta, una organización clandestina, la EOKA, que pretendía la retirada de los británicos de la isla y la anexión de la misma a Grecia, se dedicó al uso del terrorismo contra la presencia de los ocupantes. En este caso último, la disparidad de fuerzas era enorme y el grupo rebelde no podía apelar a la fuerza militar clásica. Aplicó entonces el poder de dañar para desesperar al enemigo y obligarlo a plantearse una ecuación de costo-beneficio, en términos de si valía la pena mantener la posesión de Chipre con los enormes gastos que le suponía tener unas fuerzas militares y policiales más allá de lo previsto y una administración civil en peligro permanente.

Cuando un insurgente no puede plantear el uso de la violencia en los términos de oponer al adversario una fuerza relativamente equivalente a la de éste, puede apelar a la guerra de guerrillas, si se dan las condiciones de territorio y sociedad necesarias, o echar por el atajo del terrorismo. Con frecuencia, la guerra de guerrillas y el terrorismo se combinan, pero en sociedades en las cuales la guerrilla es imposible, las sociedades desarrolladas, por ejemplo, aparece el terrorismo en su forma pura, el terrorismo constituido en estrategia prevalente, única forma de expresión de un grupo que aspira a producir un cambio político de cierta envergadura. El guerrillero aspira a desgastar lentamente al enemigo para vencerlo finalmente en una forma convencional. Busca construir una fuerza militar creciente que llegue a la regularidad. Trata de capturar, controlar y gobernar, de manera paulatina, territorios. El terrorista puro, no. Este último busca generar climas sociales de angustia, de miedos extremos, de opiniones públicas ofuscadas y así prevalecer arrancando concesiones o en casos extremos, provocar levantamientos populares favorables a sus propósitos. El terrorismo opera en márgenes muy estrechos de fuerza que no le permiten enfrentar militarmente al Estado, pero éste tampoco puede, de manera exclusivamente militar, derrotarlo.

La diferencia tiene interés y éste va más allá de consideraciones morales. Es de interés para la toma de decisiones por parte del Estado, entre otras, el diseño de las estrategias para combatir a uno y otro fenómeno o a la conjugación de los mismos. Como es de interés también, el examen de terrorismos que no buscan cambios fundamentales y profundos, ni en la sociedad, ni en el Estado, ni en los gobiernos sucesivos. Son terrorismos que conviene evaluar en sus justas proporciones para conocer la fuente y escoger las mejores alternativas de tratamiento.

Los tipos de terrorismo

El terrorismo político moderno aparece bajo diferentes formas. Desde fines del siglo XIX y a lo largo del siglo veinte, ha sido alternativamente un terrorismo anarquista, un terrorismo fascista, un terrorismo anti-colonial y un terrorismo revolucionario de izquierdas. Además las modalidades de lucha política se han entremezclado y el terrorismo se ha dado en conjunción con la existencia de partidos políticos legales que lo patrocinan como opción paralela, o como táctica auxiliar de guerrillas rurales, o como expresión violenta de partidos clandestinos, o como organizaciones de terrorismo puro, en las cuales la militancia es exclusivamente de actividad violenta.

El terrorismo político puede ser tanto revolucionario, cuando busca cambios fundamentales, o vigilante, cuando busca impedir los cambios que otro tipo de organización, bien sea partido legal, guerrilla, u otro grupo terrorista, intenta conseguir, o contrarrevolucionario cuando su objetivo es revertir una situación revolucionaria, reciente o establecida. En esos casos, el terrorista se plantea objetivos políticos de alcance social global que pueden ser una reforma social profunda, un cambio en el modelo de Estado o más sencillamente, un cambio de gobierno.

En Colombia, para entrar en el tema nacional, el terrorismo ha ido más lejos. Existe una modalidad ya mencionada, el terrorismo que depende de guerrillas revolucionarias, las cuales no sólo le apuestan a la construcción de una fuerza militar para enfrentar y derrotar al Estado, sino que utilizan el terrorismo también para intentar descomponer las solidaridades sociales, promover levantamientos y proyectar la imagen de un gobierno que no puede controlarlas. Se ha dado, aunque ha sido menos frecuente, el terrorismo puro y de esta modalidad se recuerda como ejemplo, el movimiento de existencia fugaz denominado ADO –Autodefensa Obrera- que cometió atentados en áreas urbanas durante los años finales de la década de los setenta. Se conocen casos de terrorismo delincuencial, parte de luchas entre grupos de delincuencia organizada, como los que conoció Colombia durante la guerra de los carteles de la coca. Finalmente, el país ha sufrido una modalidad menos frecuente en el mundo, la del terrorismo político de alcance limitado, aquel que no busca provocar cambios fundamentales, sino castigar funcionarios, desafiar algunas decisiones de Estado o paralizar entidades del Estado cuyo actuar les es inconveniente. Es el denominado terrorismo subrevolucionario.

Pero esta modalidad en su variante colombiana, resulta sui generis. En Italia, por ejemplo, las Brigadas Rojas tuvieron ese carácter limitado en sus objetivos, pero tenían un fundamento ideológico extremista. En Colombia se conoció esa modalidad subrevolucionaria, pero con un origen delincuencial. En efecto, el terrorismo del cartel de Medellín y especialmente el de los grupos encabezados por Pablo Escobar y Gonzalo Rodríguez Gacha, puso en jaque al Estado durante los años finales de los ochenta y comienzos de los noventa. Con la abultada financiación que les proporcionaba el negocio de las drogas, intentaron paralizar a las fuerzas de seguridad, especialmente a la policía, y al poder judicial, y pretendieron eliminar la extradición de nacionales (y en cierta forma con éxito en esta última reivindicación). Esos objetivos hicieron que el terrorismo fuera político, porque sus objetivos tenían que ver con acciones y conductas del aparato estatal.

La violencia de estos terroristas llegó a niveles de espanto: hoy no se entiende como pudieron llegar a asesinar más de cuatrocientos policías en Medellín, a tres candidatos presidenciales, a defensores de derechos humanos y periodistas que se les opusieron, a practicar un terrorismo indiscriminado que mató a gentes inocentes con bombas en las calles y con algo tan monstruoso como la explosión de un avión en vuelo, con el sólo propósito de generar un clima de miedo que llevara la sociedad, como la llevó, a pedir que se les concedieran las reivindicaciones solicitadas para evitar más matanzas. Como laboratorio de estudio de este tipo de terrorismo, uno de los menos notorios en el mundo antes de la experiencia de Colombia, el país no tiene competencia.

La conexión entre delincuencia y terrorismo

Normalmente la delincuencia combate con violencia a las autoridades en niveles marginales. Son corrientes la resistencia armada a un arresto, el cubrir una huída con fuego, castigar a los informantes de la policía, etc. Pero no es corriente el desafío en el plano político, la lucha abierta contra el aparato del Estado. Más bien se la evita, para que no les caiga todo el peso de los recursos institucionales. Eso es lo normal cuando la delincuencia no puede competir en capacidades ni económicas ni coactivas con el Estado. Pero cuando una delincuencia organizada dispone de ingresos enormes, que además dependen de una actividad combatida por las autoridades, se puede llegar a la situación que vivió Colombia de un Estado que pudo ser desafiado por los barones de las drogas, para defender el negocio.

El guerrillero aspira a desgastar lentamente al enemigo para vencerlo finalmente en una forma convencional.

La conexión es el dinero. Cuando la plusvalía de una actividad económica es del tamaño de la del tráfico de drogas, una parte grande de los recursos se puede destinar a la protección de la actividad. El riesgo se mide siempre racionalmente en la delincuencia organizada. El premio es de tal magnitud, que no solamente habrá siempre quien lo intente, así sea peligroso, sino que parte de las ganancias pueden financiar holgadamente la defensa sin que se afecten ni el negocio, ni el disfrute de los negociantes. En un Estado pobre y débil, los narcotraficantes pueden erigirse en una estructura que aspira a librarse del control de la asociación política. Guardadas las distancias, se pueden comparar esos poderes con el poder de las compañías multinacionales que son más grandes como entidad económica que muchos Estados del mundo de hoy y que por esa razón se les imponen en toda suerte de negociaciones. Por lo menos, el proceso es similar: los recursos independizan.

Pero no paran aquí las conexiones. Con la misma lógica, el terrorismo de las guerrillas se conecta con el negocio del narcotráfico. Una vez que una guerrilla con objetivos políticos se acerca al mundo de los negocios ilícitos para fortalecer sus posibilidades de poder con el dinero, entra en la doble situación de adelantar una guerra y de defender el negocio que la hace posible en mayor escala. La mezcla es detonante. Se usa el terror para paralizar autoridades, para atemorizar poblaciones, para competir por el control de las distintas fases del tráfico con los mafiosos, para alejar a las fuerzas del Estado de las zonas de cultivo o de tránsito del producto y de los insumos. Los recursos permiten planear y ejecutar atentados más sofisticados e infiltrar organizaciones. Se puede obtener el arsenal más apetecido y mejorar las capacidades tecnológicas del terrorismo. En suma, la mezcla de lo delincuencial con la subversión, acaba por producir una especie de Frankenstein del que no se sabe ya que es en esencia. De la misma manera que el narcotráfico desnaturaliza al Estado cuando lo penetra, así las organizaciones que se pretenden revolucionarias (o vigilantes como las autodefensas) lo sufren igualmente. Se puede argüír que la actividad es ilegal solamente por convención jurídica. Si se acepta el argumento en gracia de discusión, la situación no cambia. Mientras una actividad sea delincuencial, generará siempre submundos de miseria moral, de violencia e intimidación, de injusticias y opresión. No es tan fácil justificar los medios por la supuesta “santidad” del fin. Los centros de financiación de las actividades políticas siempre condicionaron la autonomía de los políticos: no se ve porqué no habrían de hacerlo también en el caso de las guerrillas. Hay dinámicas inescapables.

El terrorismo de por si, es inmoral. No hay causa que lo justifique como modalidad de lucha. Si a esa suprema inmoralidad se le suma la de los mundos delincuenciales, se pervierte cualquier fin, por altruista que pueda sonar en lo declaratorio. La medida del terrorismo la da su ninguna sujeción a reglas y cuando no hay límites, la primacía la tiene lo irracional.

De la consideración ética final se desprende una lección para quien quiera combatir el terrorismo. No se puede caer en el proceso de “identificación con el enemigo” (hacerle lo mismo que él nos hace) El camino de justificar la supresión de las libertades, para hacer eficaz el antiterrorismo, es el camino de la derrota. Es cierto que las emergencias imponen limitaciones, que no supresiones, a las libertades. Pero esa limitación no puede dejar de ser vista como transitoria y provisional, y no puede ser libre de controles, so pena de ponerse el Estado del lado del terrorista. Si para defender la democracia se la mata, el terrorista encontrará entonces que la víctima ha hecho el trabajo: destruye lo que el terrorista quiere destruir.

Conclusiones

1. Cuando un agente subversor, sea político o delincuencial, no puede enfrentar de manera simétrica a las fuerzas del Estado, tenderá a usar, no el poder militar, sino el poder de dañar. A diferencia del primero, el poder de dañar no busca desarmar al enemigo sino desgastarlo en su voluntad de resistencia y obtener así, ventajas para sus propósitos.

2. El terrorismo es una de las expresiones más usadas del poder de dañar y es usado, tanto para intentar cambios profundos en lo político y en lo social, como para impedirlos y mantener el statu quo.

3. El terrorismo también puede ser usado para intentar, no cambios profundos, sino modificaciones o derogaciones de decisiones estatales o para paralizar la acción de las instituciones del Estado que resulten obstáculo para los propósitos terroristas.

4. El punto anterior permite entender que un terrorismo de origen delincuencial se transforme en político. No es normal que la delincuencia común haga terrorismo, pero cuando los negocios son grandes se puede orientar en ese sentido. Hay, entonces, terrorismo intramafioso, cuando se disputan bienes económicos y terrorismo contra el Estado, cuando los delicuentes intentan sacar ventajas de su poder de dañar para mantener el negocio ilegal de alta rentabilidad que los justifica.