Resiliencia y tendencia criminal:
factores protectores de comportamiento antisocial
Resilience and Criminal Trends: Protective Factors of Antisocial Behavior
Paulo Daniel Acero Rodríguez
Psicólogo. Especialista en resolución de conflictos.
Coordinador de Investigaciones en Psicología, Universidad Manuela Beltrán, Bogotá, D.C., Colombia.
danielacero@hotmail.com
RESUMEN
El presente artículo tiene como objetivo poner en discusión las tendencias deterministas de quienes han vivido experiencias traumáticas, viéndolos como afectados y como víctimas pasivas de lo que les ha sucedido. Se hace una revisión de los conceptos de personalidad resistente, resiliencia y crecimiento postraumático, a partir de los cuales se muestra cómo las personas sometidas a experiencias trágicas pueden desplegar respuestas no solo adaptativas a la situación, sino integrar la experiencia a su vida, de manera que de ellas se deriven aprendizajes positivos, que posibiliten asumir posteriores eventos adversos.
Palabras clave: víctima, psicología, maltrato, psicoterapia, conducta desviada, resiliencia (fuente: Tesauro de política criminal latinoamericana - ILANUD).
ABSTRACT
This paper attempts to discuss determinant trends of people who have gone through traumatic experiences and considers them as being affected and passive victims of such traumatic events. This paper also analyzes concepts such as resistant personality, resilience and post-traumatic growth as a basis to exhibit how people involved in such tragic experiences may show responses not only adaptative to the situation but also [responses] that allow them to integrate such an experience to their own lives so as to bring about positive types of learning which, in turn, would permit them to successfully face adverse future events.
Key words: victim, psychology, mistreatment, phsycotherapy, deviated behavior, resilience (Source: Thesaurus of Latin American Criminal Policy – ILANUD).
INTRODUCCIÓN
Durante muchos años se ha considerado que el
comportamiento antisocial es prácticamente predeterminado,
y que dadas ciertas condiciones personales,
familiares o sociales, es inevitable que algunos
individuos se conduzcan como criminales. Inclusive,
esta supuesta predeterminación tiene una carga cultural
que se sustenta en dichos como: “De tal palo,
tal astilla”, “Hijo de tigre sale pintado”, “Dime con
quién andas y te diré quién eres”, y otras cuantas
máximas que privilegian los factores sociales sobre
los individuales, que tienden a hacernos ver que el
ser humano es esclavo de sus condiciones.
La misma psicología, en sus inicios, fue presa del aspecto
determinista y negativo del ser humano, pues
lo describió a partir del trabajo con individuos insanos
y con patologías, basándose en una visión pesimista
que desconocía las propias capacidades de los
individuos para resistir y rehacerse a partir de experiencias
profundamente lesivas y traumáticas.
Con el surgimiento de la corriente humanista, a
partir de los años 60 del siglo pasado, la psicología
empezó a aproximarse de manera diferente a la
concepción del ser humano, mirándolo no a partir
de sus faltantes e incapacidades, sino a partir de sus
virtudes y potencialidades.
Tres conceptos han sido claves desde esta mirada
positiva del ser humano: resistencia, resiliencia y crecimiento
postraumático, los cuales se apoyaron en
observaciones sistemáticas que mostraban que, de
muchos niños que fueron expuestos a experiencias
negativas, no todos reaccionaron de la misma manera.
Cuando se efectúa una revisión de las investigaciones
sobre el trauma y la manera como las personas
reaccionan ante este, lo que se deduce es que las
personas suelen ser más fuertes de lo que algunas
posturas en psicología habían considerado. En
otras palabras, podría decirse que algunas teorías
psicológicas han tendido a subestimar la capacidad
natural de quienes se enfrentan a experiencias
traumáticas no solo para resistir, adaptarse, sino para
rehacerse luego de eventos adversos.
En la misma línea del nacimiento de la psicología,
especialmente la de orientación psicoanalítica, el
acercamiento a la psicología del trauma se focalizó
de manera abrumadora sobre los efectos negativos
del suceso en la persona que lo experimentaba. Las
respuestas de tipo patológico fueron consideradas,
durante mucho tiempo, como la forma normal que
tenían las personas para responder ante sucesos
traumáticos y, como lo plantea García Averasturi
(2005), citando a Bonanno (2004): “(...) inclusive, se ha
estigmatizado a aquellas personas que no mostraban
estas reacciones, asumiendo que dichos individuos
sufrían de raras y disfuncionales patologías. Sin
embargo, la realidad demuestra que, si bien algunas
personas que experimentan situaciones traumáticas
llegan a desarrollar trastornos, en la mayoría de los
casos esto no es así, y algunas incluso son capaces de
aprender y beneficiarse de tales experiencias”.
El resultado de haber centrado la mirada en los potenciales
efectos patológicos de la vivencia traumática
llevó a que, progresivamente, no solo se presentara
una concepción incorrecta de la psicología (el
objetivo de su intervención se centraba en individuos
con perturbaciones mentales), sino a que se desarrollara
una especie de cultura de la victimología, que sesgó la investigación y la teoría psicológica y que influyó de manera profunda para que, con un respaldo psicológico, se creara una visión pesimista de la naturaleza humana (Gillham y Seligman, 1999; Seligman y Csikszentmihalyi, 2000, citados por García, 2005).
Como lo señala García (2005), este sesgo en la mirada hacia los individuos enfrentados a situaciones dolorosas y traumáticas, trajo como consecuencia que se considerara como una verdad indiscutible que el trauma siempre conllevaba grave daño y que, en consecuencia, se pensara que todo evento adverso traía como resultado natural un trauma (Gillham y Seligman, 1999).
La misma García Averasturi (2005) resalta los hallazgos de Wortman y Silver (1989), los cuales, en un estudio que recopila datos empíricos, encontraron que “...la mayoría de la gente que sufre una pérdida irreparable no se deprime” y que “...las reacciones intensas de duelo y sufrimiento no son inevitables y su ausencia no significa necesariamente que exista o vaya a existir un trastorno”.
La concepción del ser humano como capaz de transformar las experiencias adversas en aprendizaje ha sido un tema central en siglos, empezando con la propia Biblia y el relato del sufrimiento de Job, y siguiendo con innumerables relatos en la literatura y más recientemente en la filosofía, aunque por muchos años fue ignorada por la psicología clínica. En la actualidad existe una cada vez más sólida base empírica que demuestra que esto es posible. En la psicología, esta concepción aparece en los postulados de la psicología existencial trabajada por autores como Maslow, Rogers y Frankl.
EL CONCEPTO DE HARDINESS O PERSONALIDAD RESISTENTE
Este concepto fue reportado por primera vez en la literatura científica a finales de los años 70 por Kobasa y Maddi (1982), quienes lo utilizaron al examinar la idea de protección frente a los estresores, al observar el hecho de que algunas personas sometidas a altos niveles de estrés no desarrollaban ningún tipo de trastorno y parecían tener unas características de personalidad que las protegían de enfermarse. En este sentido, los autores llamaron la atención para que se dejara de ver al ser humano como sujeto pasivo frente a las cosas que le acontecen en su entorno (Kobasa, 1979). De manera concreta, este autor señaló que las personas resistentes tienen un gran sentido del compromiso, una fuerte sensación de control sobre los acontecimientos y están más abiertas a los cambios en la vida, a la vez que tienden a interpretar las experiencias estresantes y dolorosas como una parte más de la existencia; por otro lado, las personas no resistentes mostrarían carencias en el sentido del compromiso, un locus de control externo y una tendencia a considerar el cambio como negativo y no deseado.
El soporte conceptual de este enfoque sobre la personalidad resistente se puede encontrar en las investigaciones relacionadas con la teoría del locus de control planteada por Mischel en 1968 y, como lo propone Pérez-Sales (2006), la resistencia vendría definida por tres conceptos existenciales, a saber: compromiso (concebido como una tendencia de los individuos a implicarse en todas las actividades de la vida, sintiendo que lo que se hace es parte de lo que se es), control (que implicaría una convicción de que lo que se hace influye de manera directa en los acontecimientos) y reto (ver las circunstancias de la vida,
especialmente las adversas, no como amenazantes
sino como incentivadoras del crecimiento personal).
Antonovsky (1987) desarrolló un concepto emparentado
con el de hardiness, que se conoce como
“sentido de coherencia”, que hace alusión a la sensación
de estar vinculado con lo que se hace, es
decir, los resultados de lo que se hace serían una
extensión de lo que uno es, lo que daría al ser humano
un sentido de continuidad y relación vital con
el mundo.
SOBRE EL CONCEPTO DE RESILIENCIA
En la actualidad se dispone en la literatura de varias
aproximaciones a la definición del término resiliencia
desde la psicología. El concepto de resiliencia no es
nuevo en la historia; corresponde a un término que
surge en la metalurgia y se refiere a la capacidad
de los metales de resistir un impacto y recuperar
su estructura. Este término también se usa en
medicina, en la que la osteología acuña el concepto
para expresar la capacidad de los huesos de crecer
en el sentido correcto después de una fractura
(Suárez y Ojeda, 1993; en Bertrán, Noemí, Romero,
1998).
Por otro lado, para los teóricos de las ciencias
sociales, la resiliencia correspondería a la capacidad
del ser humano de hacer frente a las adversidades
de la vida, superarlas y salir de ellas fortalecido o,
incluso, transformado (Grotberg, 1996; en Bertrán,
Noemí; Romero, 1998). Esta capacidad es sometida
a prueba, o, más bien dicho, se activa frente a
situaciones de estrés severo y prolongado, lo que
generaría a su vez una serie de condiciones que
provocan mayor resistencia o vulnerabilidad.
Esta capacidad sería dinámica, por lo que se puede
estar más que ser resiliente. Obedece a un impulso
vital innato del ser humano, que lo lleva a negarse a
renunciar y, por otro lado, a unir su energía para salir
adelante. Existe, por lo tanto, un espíritu porfiado de
superación que emerge al enfrentar situaciones que
parecen insuperables; lo cual se grafica en el mito
de Sísifo:
Un hombre que empuja una pesada roca cuesta
arriba de una montaña, y poco antes de llegar
a la cima –a pesar de usar toda su fuerza– se le
escurre y cae al valle. Sin embargo, Sísifo vuelve
siempre a no escatimar esfuerzo por vencer
al límite y, a duras penas, tolera la fatiga y
se sobrepone.
Por lo tanto, la resiliencia surgiría de la interacción entre
los factores personales y sociales y se manifestaría de
manera específica en cada individuo. Estas diferencias
individuales serían producto del procesamiento interno
del ambiente (Kotliarenco, Dueñas, Cáceres, 1996; en
Bertrán, Noemí Romero, 1998).
Así, frente a circunstancias de mayor vulnerabilidad
surgen ideas, habilidades, intuiciones, conocimientos
e impulsos que reconectan con la vida, bajo el alero
de este impulso a crecer y desarrollarse, aun en
situaciones difíciles.
Para Bernard, el término significa “la capacidad de
un individuo de reaccionar y recuperarse ante las
adversidades, lo que implica un conjunto de cualidades
que fomentan un proceso de adaptación
exitosa y de transformación, a pesar de los riesgos
y de la propia adversidad” (Bernard, 1996; sin autor,
s/f).
Desde el punto de vista de las ciencias sociales, corresponde a “la capacidad universal, que permite a una persona, grupo o comunidad, minimizar o sobreponerse a los efectos nocivos de la adversidad, la resiliencia puede transformar o fortalecer la vida de las personas” (Kotliarenco, 1997).
Por lo tanto, en primer término sería una capacidad esencialmente humana y universal que involucra al ser humano por completo; es decir, su espiritualidad, sus sentimientos, sus experiencias y cogniciones, siendo determinante en el desarrollo de las personas y pudiendo ser promovida desde etapas tempranas.
Por su parte, Feldman la asume retomándola desde la metalurgia e ingeniería civil, y la concibe como la capacidad de algunos materiales para recobrar su forma original después de ser sometidos a una presión deformadora. Esta psicóloga considera que la resiliencia es un atributo que permite a quien la posee, obtener mayores potencialidades y experiencias enriquecedoras en el proceso de afrontar las condiciones que le impone una situación estresante.
Boris Cyrulnik, uno de los principales expertos en resiliencia del mundo, apodado “el psiquiatra de la esperanza” entre los franceses, durante una entrevista concedida a la revista Artes y Letras, de Chile (Morel, 2003), se refirió a la resiliencia, definiéndola como la capacidad que desarrollan algunos seres humanos de sobreponerse a los traumatismos psicológicos y las heridas emocionales más graves, como el duelo, la violación, la tortura, la deportación, o la guerra, tanto como a las violencias psíquicas y morales a las cuales están expuestos millones de seres humanos en el mundo de hoy.
Cyrulnik es claro y enfático al concluir que “no hay herida que no sea recuperable. Al final de la vida, uno de cada dos adultos habrá vivido un traumatismo, una violencia que lo habrá empujado al borde de la muerte. Pero aunque haya sido abandonado, martirizado, inválido o víctima del genocidio, el ser humano es capaz de tejer, desde los primeros días de su vida, su resiliencia, que lo ayudará a superar los shocks inhumanos. La resiliencia es el hecho de arrancar placer, a pesar de todo, de volverse incluso hermoso” (Cyrulnik, 2002).
El concepto de resiliencia empezó a surgir, casi de manera paralela en el mundo anglosajón, a partir de los trabajos de Michael Rutter en Inglaterra y Emmy Werner en los Estados Unidos, desde donde se fue extendiendo a Europa y luego a América Latina, espacio en el que empezó a desarrollarse, de preferencia, en el ámbito comunitario. El trabajo histórico de referencia que propició el establecimiento de la resiliencia como tema de investigación fue un estudio longitudinal realizado por Werner durante 30 años con una cohorte de 698 niños nacidos en Hawai en condiciones muy desfavorables, con base en el cual se encontró que, transcurridos los 30 años, el 80% de estos niños a quienes se les había hecho seguimiento, habían evolucionado positivamente, convirtiéndose en adultos competentes y bien integrados (Werner y Smith, 1982). Manciaux (2001) señala cómo este estudio, aunque fue realizado en un marco ajeno a la resiliencia, ha desempeñado un papel relevante en el surgimiento del concepto.
A nivel académico se puede hablar de tres corrientes en resiliencia (Manciaux, 2001): una con influencia norteamericana, fundamentalmente conductista y enfocada en lo individual; una segunda, de influencia europea, con perspectiva ética y fundamentada en el
paradigma psicoanalítico; y la tercera, de influencia
latinoamericana, con orientación comunitaria y
enfoque social. Además, se puede señalar que la
resiliencia ha migrado del énfasis inicial en la infancia,
haciendo parte de la psicología del desarrollo, no
solo hacia otras etapas del ciclo vital sino también
hacia su inclusión en problemas específicos que
concentran actualmente el interés, como son la
violencia, el campo psicosocial y las discapacidades.
Algunos autores, como Tomkiewicz (2004), plantean
que el concepto de resiliencia nació dominado
por el concepto inverso, el de la vulnerabilidad.
De igual manera, señalan que en la historia del
concepto hay otros dos términos que empezaron
a hacer su aparición para explicar la manera como
los seres humanos le hacen frente a las situaciones
adversas: uno de origen norteamericano, conocido
como to cope with o coping, que fue traducido como
“afrontamiento” y alude a asumir, encajar el golpe
y no derrumbarse frente a un hecho traumático. El
otro término, de origen francés, es invulnérabilité,
acuñado por Koupernik y Anthony (en el concepto
de la psiquiatría) hace más de 40 años, y se refiere
a no sufrir daño alguno luego de ser golpeado por
un evento traumático. Sin embargo, en palabras de
Tomkiewicz (2004 pág. 35), “... la invulnerabilidad, al
igual que el coping with, solo significa resistencia, y
por tanto una respuesta inmediata. La resiliencia, por
el contrario, implica un efecto duradero, un proyecto
de vida; es dinámica, mientras que la invulnerabilidad
permanece estática”.
Por su parte, el propio Michael Rutter (1993) precisa
que la resiliencia puede variar, tanto en función del
evento violento o traumático como en función del ciclo
evolutivo de la persona, es decir, desde este punto de
vista pudiera darse que, por ejemplo, un niño que
reaccionó de manera resiliente al afrontar la pérdida
de sus padres, podría quizá derrumbarse si fuera
objeto de un abuso sexual o, en ilustración de Rutter,
un niño resiliente podrá ir al colegio y soportar la
conmoción del curso preparatorio, pero se vendrá
abajo cuando vaya al servicio militar; otro, por el
contrario, que detestó el colegio, puede encontrar
su salvación en el ejército.
Adicionalmente, algo muy valioso que ha emanado
de los estudios sobre resiliencia es el hecho de
que, señalado por García Averasturi (2005), frente
a la creencia tradicional, bastante establecida, una
infancia infeliz determina de modo necesario el
desarrollo posterior del niño hacia formas patológicas
del comportamiento y la personalidad, los estudios
con niños resilientes han demostrado que son
suposiciones sin fundamento científico y que un niño
herido no está, por tanto, condenado a ser un adulto
fracasado.
De otra parte, otro elemento clave que se desprende
de los estudios es que la resiliencia no tiene carácter
absoluto ni se adquiere de una vez para siempre,
sino que es una capacidad que emerge producto de
un proceso dinámico y evolutivo que varía según las
circunstancias, la naturaleza del trauma, el contexto
y la etapa de la vida de las personas y que puede
manifestarse de muy diferentes maneras y de
acuerdo con la cultura propia de los individuos.
Al describir la resiliencia en un grupo de chicos que
crecían en entornos altamente violentos, Maryse
Vaillant (2004) manifiesta que “...los que sobreviven
son los que pueden dar sentido a su tragedia, los
que pueden organizar con ella un relato y encontrar
a quién contárselo, los que pueden participar en una aventura social, los que pueden proyectarse en un espacio de creatividad. La resiliencia, la capacidad de sobrevivir a lo peor, se apuntala en interacciones complejas entre quienes tratan de sobrevivir en su entorno; nace de la posibilidad de establecer un vínculo, aunque sea imaginario, con los demás, con uno mismo”.
La psicología acuñó términos como “desesperanza aprendida” para explicar la condición de las personas que podrían acostumbrarse al fracaso y a la pérdida; durante mucho tiempo se miró al ser humano como un elemento pasivo sujeto a los avatares de sus impulsos internos incontrolables y presa de los condicionamientos externos. Los sucesos que había vivido, especialmente en su infancia, se tomaban como elementos sobre los cuales no se tenía ningún control. Esta visión pasiva del ser humano ha tardado mucho tiempo en rebatirse y ahora hemos podido pasar de considerar la psicología como el estudio de la enfermedad y el trauma para reconocer que es también la consideración de las fortalezas y potencialidades.
García Averasturi (2003) lo aborda de la siguiente manera: “Las principales teorías psicológicas han cambiado para promocionar una nueva ciencia de fortaleza y resiliencia. Los individuos, aun los niños, son como tomadores de decisión con elecciones, preferencias y la posibilidad de hacerse con dominio y control, eficaces o, en las circunstancias malignas, impotentes y desesperanzados. Esta ciencia y práctica prevendrá muchos trastornos de los trastornos fundamentales. También tendrá dos efectos secundarios. Dado todo lo que estamos aprendiendo sobre los efectos de la conducta y el bienestar psicológico sobre el cuerpo, hará que nuestros pacientes sean más sanos físicamente.
También reorientará a la psicología en sus dos vertientes relegadas: hacer más fuertes y productivas a las personas normales y hacer real el elevado potencial humano”.
Además de esto, la misma autora hace referencia a la importancia de las emociones positivas en la salud, manifestando que: “La doctora Frederickson desarrolla en sus investigaciones la hipótesis de que las estrategias de intervención que cultivan las emociones positivas son particularmente adecuadas para prevenir y tratar los problemas enraizados en las emociones negativas tales como la ansiedad, la depresión, la agresión y los problemas de salud relacionados con el estrés. Ella considera que las emociones negativas estrechan el repertorio momentáneo del individuo de pensamiento-acción, mientras las emociones positivas las amplían”.
Todo lo anterior nos hace pensar en la importancia de enfocar los esfuerzos terapéuticos en la fuerza y potencialidad de reconstrucción del ser humano, lo cual sirve como un elemento que todas las personas que sufren deben tener en cuenta puesto que significa un cambio en la propia manera de concebirse, pues es una invitación a mirarse desde la posibilidad y no desde la carencia.
Fijémonos, entonces, en que lo que diversos estudios psicológicos tienden a mostrar, con no poco acierto, es que las personas que han estado sometidas a grandes cantidades de estrés por una adversidad, son mucho más fuertes de lo que se ha considerado y que lo que ha sucedido es que se ha subestimado la capacidad natural de los supervivientes de experiencias traumáticas de resistir y rehacerse. Lo anterior nos lleva a pensar que ser resiliente tiene que ver, entre otras cosas, con que la persona exhiba madurez, en el más amplio sentido de la palabra; es
recuperar lo que en la mitología griega se conoce
como la leyenda del ave Fénix, que resurgió de sus
propias cenizas.
Para cerrar este punto es importante, con la ayuda
de Bonanno (2004), diferenciar los conceptos de
resiliencia y recuperación, ya que los dos involucran
elementos de reacción particularmente distintos,
pues el concepto de recuperación implica que,
una vez ocurrido el evento traumático, la persona
presenta un retorno gradual hacia lo que podría
denominarse una normalidad funcional, mientras
que, en sentido complejo, la resiliencia implica, muy
en la concepción desprendida de la física, la habilidad
de mantener un equilibrio estable durante todo el
proceso posterior al evento traumático.
CONCEPTO DE CRECIMIENTO POSTRAUMÁTICO O CONSTRUCCIÓN DE SENTIDO EN LA ADVERSIDAD
Algunos de los avances teóricos sobre el concepto de
resiliencia se pueden relacionar con el concepto
de crecimiento postraumático, al entender la resiliencia
como la capacidad no solo de salir indemne de
una experiencia adversa sino de aprender de ella y
mejorar.
El concepto de crecimiento postraumático, de
acuerdo con lo propuesto por Calhoun y Tedeschi
(1999), hace referencia al cambio positivo que
un individuo experimenta como resultado del
proceso de lucha que emprende a partir de la
vivencia de un suceso traumático. Vera Poseck,
Carbelo y Vecina (2006) han precisado que “...
para la corriente americana, este concepto, aunque
está estrechamente relacionado con otros como hardiness o resiliencia, no es sinónimo de ellos,
ya que, al hablar de crecimiento postraumático
no solo se hace referencia a que el individuo
enfrentado a una situación traumática consigue
sobrevivir y resistir sin sufrir trastorno alguno,
sino que además la experiencia opera en él un
cambio positivo que le lleva a una situación mejor
respecto de aquella en la que se encontraba antes
de ocurrir el suceso (Calhoun y Tedeschi, 2001).
Desde la perspectiva francesa, sin embargo, sí
serían equiparables crecimiento postraumático
y resiliencia”.
En un análisis más profundo acerca de los términos
relacionados, puede decirse que las teorías que
defienden la posibilidad de un crecimiento o
aprendizaje postraumático permiten considerar
que, de alguna manera, la adversidad puede, en no
pocas ocasiones, no solo traer efectos traumáticos
a las personas, sino que ella misma puede provocar
que en las personas emerjan procesos cognitivos
de adaptación, trayendo como resultado no solo
que se modifiquen las visiones de uno mismo,
de los demás y del mundo, sino que, incluso,
se produzca la convicción de que uno es mejor
de lo que era antes del suceso. En ese sentido,
Calhoun y Tedeschi precisan que el crecimiento
postraumático tiene un lugar más prominente
desde la cognición que desde la emoción (Calhoun
y Tedeschi, 2001).
Calhoun y Tedeschi (2001) proponen que el crecimiento
postraumático que pueden experimentar las
personas luego de afrontar un evento adverso puede
dividirse en tres categorías, a saber: cambios en
uno mismo, cambios en las relaciones interpersonales
y cambios en la espiritualidad y en la filosofía
de vida.
En lo que tiene que ver con los cambios en las relaciones interpersonales, Calhoun y Tedeschi reportan, con base en sus investigaciones, que muchas personas han encontrado un marcado fortalecimiento de sus redes sociales a partir de la vivencia de una experiencia traumática y, de manera particular, en el caso de algunas familias y parejas que han vivido situaciones, resaltan que ellas concluyen sentirse más unidas ahora que antes del suceso. Nuevamente, al respecto, Vera Poseck y cols. (2006) refieren que “...en un estudio realizado con un grupo de madres cuyos hijos recién nacidos sufrían serios trastornos médicos, se mostró que un 20% de estas mujeres decían sentirse más cerca de sus familiares que antes y que su relación se había fortalecido (Affleck, Tennen y Gershman, 1985). Por otro lado, el haber hecho frente a una experiencia traumática despierta en las personas sentimientos de compasión y empatía hacia el sufrimiento de otras personas y promueve conductas de ayuda”.
A continuación, sobre la tercera categoría propuesta por Calhoun y Tedeschi (1999), acerca de los cambios en la espiritualidad y en la filosofía de vida, los autores manifiestan que las experiencias traumáticas tienden a producir una transformación radical en lo que tiene que ver con las ideas y concepciones relacionadas con la parte moral, la espiritualidad y los valores. De manera particular, la experiencia propia en el trabajo con padres cuyos hijos han muerto o con personas que han vivido el secuestro o han sufrido amputaciones por la explosión de minas antipersona en Colombia, nos ha permitido ver que, a pesar de que esta es una de las áreas en las que las personas más se ven confrontadas, es en la que más se reportan cambios con el tiempo, pues las personas suelen reconsiderar su escala inicial de valores y aprenden a ver la vida en un sentido más trascendente.
Vera Poseck y cols. (2006) afirman algo que parece trascendental sobre el crecimiento postraumático y es que, independiente de lo que se ha mencionado, “Las personas que experimentan crecimiento postraumático también suelen experimentar emociones negativas y estrés (Park, 1998). En muchos casos, sin la presencia de las emociones negativas, el crecimiento postraumático no se produce (Calhoun y Tedeschi, 1999). La experiencia de crecimiento no elimina el dolor ni el sufrimiento, de hecho, suelen coexistir (Park, 1998, Calhoun y Tedeschi, 2000). En este sentido, es importante resaltar que el crecimiento postraumático debe ser entendido siempre como un constructo multidimensional, es decir, el individuo puede experimentar cambios positivos en determinados dominios de su vida y no experimentarlos o experimentar cambios negativos en otros dominios” (Calhoun, Cann, Tedeschi y McMillan, 1998, citados por Vera Poseck y cols., 2006).
Al igual que se mencionaba en torno a la resiliencia, sobre la experiencia del crecimiento postraumático también se debe recalcar que, esta no es una experiencia que pueda llamarse universal y que no
todas las personas que pasan por una experiencia
traumática señalan haber obtenido beneficios y
crecimiento personal a partir de su vivencia, pero no
puede dejarse a un lado que esta es una perspectiva
valiosa para no designar como víctimas a todos los
que, en nuestro contexto de violencia y conflicto,
afrontan experiencias adversas.
LA RESILIENCIA Y EL CRECIMIENTO POSTRAUMÁTICO COMO FACTORES PROTECTORES DEL COMPORTAMIENTO ANTISOCIAL
En el año 1997, el Departamento de Economía de
la Universidad de Chile realizó un estudio a partir
del cual extractaron los datos que a continuación
se presentan:
* La mayoría de las personas resilientes presentan
una buena autoimagen y una alta valoración de
sí mismas. Estas personas suelen presentar también
sentimientos de autoeficacia, una actitud
cooperadora y segura, son imaginativas y exitosas,
poseen buenas relaciones interpersonales y
familiares.
* Las personas resilientes tienen alta disposición
al trabajo.
* Lo anterior es congruente con una alta motivación
de logro.
* Estas personas exhiben gran capacidad para
resolver problemas, persistencia y esfuerzo.
* Han desarrollado lo que se conoce como actitud
esperanzadora.
* La gran mayoría tiene un objetivo, un sentido de
plan que guíe sus vidas.
* Por último, se perciben con importantes recursos
psicológicos para enfrentar y mejorar sus
condiciones de vida.
Los hallazgos obtenidos por la Universidad de Chile
son bastante coincidentes con lo planteado en los
hallazgos teóricos de orientación humanista, a
través del denominado “optimismo antropológico”,
que plantea que aun en circunstancias precarias
y restringidas, el ser humano tendría un grado de
libertad para elegir y hacerse responsable de sí
mismo y parcialmente responsable por los otros
y el entorno. Por lo tanto, visto de esta forma, el
ser humano sería un ser autónomo y al mismo
tiempo independiente, produciéndose equilibrios
cambiantes entre estos dos aspectos en tensión. En
este sentido no se puede dejar de mencionar a Carl
Rogers, uno de los pilares de la denominada tercera
fuerza, quien argumenta que el hombre posee una
tendencia innata e inconsciente a la autorrealización,
que puede ser obstaculizada pero no destruida.
Entre otros aspectos, Cyrulnik (2004) considera que
es un error que los padres intenten proteger a los
hijos a toda costa del sufrimiento. Como he tenido
oportunidad de plantearlo en varias de mis conferencias,
los padres somos incongruentes cuando decimos
que estamos preparando a nuestros hijos para
la vida pero intentamos alejarlos de las situaciones
de dolor, cuando la vida misma tiene un alto componente
de sufrimiento que cumple la función de
maestro para que aprendamos a enfrentar positivamente
otras circunstancias adversas que son inevitables
a todo ser humano.
En palabras de este autor: “Si un joven está
sobreprotegido, si los padres hacen todo en lugar
del hijo, el niño no puede descubrir lo que realmente
vale, lo que quiere, ni su verdadera identidad. Sólo
puede descubrirse a sí mismo sometiéndose a alguna
prueba (lo que no quiere decir que se deba someter a
un trauma). El niño, frente a esta prueba, debe estar acompañado para sentirse apegado a la persona y a la cultura que le ha enseñado a salir adelante en ella. Un niño sobreprotegido no siente la sensación de victoria. Se siente solo porque los demás lo hacen todo en lugar suyo y si se siente mal, los demás son los responsables” (Morel, 2003).
Por otra parte, los estudios muestran que el crecimiento postraumático se evidencia a través de muchos comportamientos claramente definidos y patrones de pensamiento que no estaban presentes de manera previa a la ocurrencia del evento adverso (Turner y Cox, 2004, en Tedeschi y Calhoun, 2004). Los comportamientos y características personales que podrían asociarse a la experiencia de crecimiento postraumático y que de manera eventual obrarían como factores protectores son, entre otros (Tedeschi y Calhoun, 2004; Acero 2008):
* Experimentar mayor compasión y empatía por otros, después del trauma o la pérdida personal.
* Incremento en la capacidad de ajuste y flexibilidad ante situaciones adversas.
* Mayor madurez psicológica y emocional en relación con otras personas en el mismo rango de edad.
* Más profunda comprensión y valoración de la vida, en comparación con sus pares.
* Más profunda comprensión y apreciación de los valores personales, proyecto vital sólido y sentido de vida.
* Mayor valoración de las relaciones interpersonales.
* Sentido de vida trascendente.
* Restructuración del orden de prioridades vitales (prima más el ser que el tener).
Sin embargo, es importante recalcar que, al igual que se mencionaba en torno a la resiliencia, sobre la experiencia del crecimiento postraumático también se debe comprender que, esta no es una experiencia que pueda llamarse universal y que no todas las personas que pasan por una experiencia traumática señalan haber obtenido beneficios y crecimiento personal a partir de su vivencia.
CONCLUSIONES
La revisión del conjunto de la literatura presentada en este escrito permite demostrar que no se puede seguir pensando, al estilo determinista, que las personas que hayan sufrido injusticias, vivan en zonas deprimidas o hayan crecido con profundas carencias afectivas, son una especie de delincuentes en potencia. En realidad, si se hiciera el ejercicio en Colombia de revisar la historia de reconocidos criminales, con seguridad no encontraríamos en su pasado una historia trágica o de privaciones, pues es evidente que muchos de los grandes criminales crecieron en ambientes relativamente sanos y gozaron de formación educativa en excelentes planteles (recordemos a los integrantes de las cúpulas de guerrillas como el M-19, las FARC, los altos mandos de las autodefensas y buena parte de los cabecillas del narcotráfico).
Lo que diversos estudios psicológicos tienden a mostrar, con no poco acierto, es que las personas que han estado sometidas a grandes cantidades de estrés por una adversidad son mucho más fuertes de lo que se ha considerado y que lo que ha sucedido es que se ha subestimado la capacidad natural de los supervivientes de experiencias traumáticas de resistir y rehacerse.
Como se ha reiterado, para desarrollar las características que distinguen a las personas resilientes es crucial el aprendizaje que cada uno haya recibido desde
la más temprana infancia, el modelo que la familia
haya ejercido al momento de afrontar pérdidas y, en
general, circunstancias adversas y la manera en que
las figuras significativas sean capaces de darle sentido
a los eventos que les ocurren. Con esto denotamos
que no es gratuito que algunas personas vean
todas las cosas que les suceden como una amenaza
o como algo potencialmente. Algún amigo llama a
esta forma de apreciar la vida como el pesimismo
trágico y, de manera jocosa, plantea que estas personas,
luego de un estado de coma, no despiertan en
sí, sino en no.
De manera que lo importante no es asegurarse que
nada malo nos pase, sino que, al momento que algo
malo nos pase, tengamos la capacidad de reacción adecuada y evitemos la propensión de buscar responsables
externos para, en cambio, responsabilizarnos
por nuestra propia vida y tomar las riendas
en todo lo que nos concierna. El trabajo que pueden
hacer las personas en un proceso terapéutico
implica, por lo tanto, un reconocimiento de sus
emociones, una integración de las mismas a la estructura
personal y la puesta en acción de adecuadas
estrategias de afrontamiento que les permita
proyectarse al futuro y crecer como seres humanos
al no tomar la adversidad como un enemigo sino
como un maestro de la vida. Esta perspectiva llevará
al crecimiento postraumático y, en consecuencia, a
vivir la vida en un más armónico equilibrio emocional,
teniendo en cuenta que más importante que
lo que nos sucede, es la manera como afrontemos
aquello que nos sucede.
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