Dimensionamiento del rol de los cuerpos policiales en un sistema penal de carácter garantista
Alejandro J. Rodríguez-Morales
Especialista en Derecho Internacional Humanitario. Curso Internacional de Posgrado de Perfeccionamiento en Ciencias Penales
Profesor de Derecho Penal Internacional, Universidad Católica Andrés Bello, Caracas, Venezuela
cienciaspenales@yahoo.com
Resumen
Se abordan las perspectivas actuales acerca del rol que están llamados a cumplir los cuerpos policiales, contrastando las tendencias de carácter punitivista o puramente represivas con aquellas de carácter garantista; se hace un breve repaso por tales concepciones y se explica la inconveniencia de postular una policía que sólo se dedique a la actividad reactiva frente al delito, postulando así un modelo policial proactivo, en el cual prevalezca la prevención, fundada en el respeto de derechos y garantías fundamentales de todos los individuos, incluso de quienes delinquen, para lograr con ello frenar los recortes a las libertades fundamentales que ha supuesto la adopción de un sistema penal de mano dura, en que se coloca la seguridad personal por encima de aquellas, revirtiéndose la potestad penal conferida al Estado por los ciudadanos contra estos mismos y conllevando a que, más que reducir los índices de criminalidad, se dejen de lado los múltiples factores que inciden en los mismos, y de los que debería ocuparse realmente el Estado en el marco de un modelo garantista.
Palabras clave:
Policía, derecho penal, delito, criminalidad, prevención, represión policial (fuente: Tesauro de política criminal latinoamericana - ILANUD).
Abstract
The article addresses the current perspectives of the role Police corps are destined to play, by putting in contrast punitivist or purely repressive trends with those of guarantist nature. A brief review is made of such conceptions, and the inconvenience of postulating a policy exclusively dedicated to reactive activity vis-à-vis crime is explained, thus advancing a proactive police model where prevention prevails, as founded on respect of all individuals’ fundamental rights and guaranties even of those who commit crimes, in order to succeed in refraining the cuts of fundamental freedoms that the adoption of a firm hand (“mano dura”) criminal system where personal security is placed above those freedoms is supposed to cause, hence the punitive authority conferred by the citizens on the State being reverted against themselves, which implies that, rather than reducing criminality indexes, the multiple factors having a bearing on them, which are those that the State should actually worry about and take in charge within the framework of a guarantist model, are ignored.
Key words:
Police, criminal law, crime, criminality, prevention, police repression (Source: Thesaurus of Latin American Criminal Policy - ILANUD).
Introducción
Uno de los temas que en la actualidad ocupan y preocupan a casi todos los sectores de la sociedad
es, sin duda, el referido a la seguridad y a la manera como cada vez más se estaría afectando
el colectivo, en virtud de los hechos criminales que se cometen diariamente, al punto de
considerarse el fenómeno delictivo como uno de los principales problemas a los que debería
prestarse especial atención por parte de las autoridades gubernamentales.
Esta creciente inquietud por la cuestión de la seguridad y de cómo poner coto a los índices de
criminalidad que se registran, ha venido a contribuir de manera paulatina con una matriz de opinión
pública que ya se encuentra profundamente arraigada, como es la demanda a toda costa y
a todo costo de más seguridad por parte de los ciudadanos, aunque ello implique un recorte de
sus propias libertades, en tanto, como es bien sabido, a mayores medidas para brindar seguridad
a la población, mayores limitaciones se impondrán a su libertad.
Precisamente en el marco de una tal concepción, las exigencias ciudadanas de mano dura y
de represión más contundente han proliferado, de modo tal que se habla con frecuencia de la
necesidad imperiosa de aumentar las penas, esto es, de incrementar la represión punitiva, de
construir más cárceles, de elevar el número de funcionarios policiales, de modificar la legislación
para obtener procesos más rápidos y de obviar derechos y garantías fundamentales, entre otras
medidas, que supuestamente serían la solución más idónea para hacer frente a la delincuencia
e, incluso, según algunos, para acabar con ella, siendo esto último, como es evidente y apenas
hace falta decirlo, carente de sentido, en tanto no es posible la existencia de una sociedad donde
no se cometan hechos delictivos de ninguna índole y en ningún momento.
Tales exigencias ciudadanas de seguridad, en consecuencia, han permitido que en la práctica se
vengan tomando medidas de carácter represivo y de recorte de derechos, con la mirada impávida
de quienes son tributarios de los mismos, es decir, toda la ciudadanía.
Debe decirse, de cualquier modo, que en tales exigencias de mayor seguridad se encuentran inmersos
precisamente los mensajes de miedo transmitidos a la colectividad por diversos actores
y sujetos sociales, con la finalidad de provocar una reacción en la misma, que permita contar con
su apoyo a la hora de adoptar las diversas medidas represivas que tendrían por objeto proteger
a los ciudadanos de la delincuencia.
Lo anterior da cuenta, a su vez, de una necesaria diferenciación entre lo que puede entenderse
por inseguridad objetiva, de un lado, y, del otro, por inseguridad subjetiva; ya que la realidad
pone en evidencia que no siempre coincide el número de delitos efectivamente perpetrados
(denunciados y no denunciados), con el temor de los ciudadanos hacia el delito y la magnitud
que, basados en dicho temor, confieren los mismos al fenómeno delictivo, por lo cual, por ejemplo,
pudiera ocurrir que una persona que en realidad no se encuentre expuesta al riesgo de ser
víctima de un delito de robo a mano armada (probabilísticamente hablando, en virtud de las circunstancias
de lugar, modo y tiempo que se conjugan) y, no obstante ello, la misma sienta que
en cualquier minuto va a ser, en efecto, robada, o que, incluso, afirme que en ese sitio y a esa
hora se cometen múltiples robos en forma constante, aunque ello no sea un hecho real. Esto es,
entonces, lo que se denomina inseguridad subjetiva o miedo al delito, ciertamente diferente de
la inseguridad objetiva o que existe en realidad.
En efecto, es acertada en ese sentido la reflexión de Hassemer cuando señala que “los criminólogos
descubrieron la amenaza ‘sentida’ a través del delito. Es decir, la diferencia entre la
probabilidad real de convertirse en víctima de un delito y el temor de la población al delito
real. Este temor al delito no tiene normalmente mucho que ver con la amenaza real por el
delito: el temor al delito subjetivo y la amenaza de delito objetiva derivan de manera separada
naturalmente justo sobre aquellos campos sobre los que se produce nuestro miedo al riesgo
y para los que clamamos al Estado asegurador para su control”1, lo que supone una evidente
enfatización en las demandas de seguridad por sobre las exigencias de respeto a las libertades
ciudadanas, que implica el cumplimiento de los derechos y garantías fundamentales en este
ámbito.
Pues bien, ese miedo al delito, que se hace cada vez más grande por diversas razones (entre
ellas, el tratamiento que se le confiere al tema en los medios de comunicación, independientemente
de los motivos por los cuales ello sea así), hace surgir lo que en otro lugar he
denominado “histeria punitiva”2, como angustia en las personas ante el delito, que les hace
exigir más represión y, por ende, respaldar cualquier régimen de punitivismo puro, en el que
lo importante sea solo el castigo, no así la prevención ni las políticas sociales, ante el hecho
delictivo. Por esto mismo es que en la conciencia colectiva de las mayorías no suele verse mal
la violación de derechos y garantías fundamentales, en aras de garantizar la efectiva represión
de los delincuentes, siendo lugar común, por demás, la idea conforme a la cual no puede
reconocerse derecho alguno al delincuente por haber desconocido este los derechos de su
víctima (resurgiendo en el ámbito penal la ley del talión y el entendimiento del instrumento
penal como venganza).
Tales concepciones netamente punitivistas, por su parte, suponen un quiebre del modelo
de sistema penal, que debe sustentarse en el contexto de un Estado social y democrático de
derecho, como la gran mayoría de países occidentales, en tanto esta visión política del Estado
determina, de manera precisa, entre otras cosas, que el ejercicio de la potestad punitiva
estatal no pueda ser arbitrario o caprichoso, sino que, muy por el contrario, tendrá que estar
por obligación ajustado y sometido a las pautas del derecho, es decir, sujeto a una serie de
normas, constitucionales y legales, que son las que harán posible en cualquier caso la imposición
de la sanción penal que corresponda. Por tal motivo, no parece posible, desde el punto
de vista de la naturaleza garantista del citado modelo de Estado, así consagrado en el ámbito
constitucional, que puedan admitirse las mencionadas medidas, puramente represivas y desconocedoras de los más elementales derechos y garantías ciudadanas, lo que exige reflexionar
acerca de qué puede hacerse ante el fenómeno delictivo, siempre desde una perspectiva
multidisciplinaria y que atienda a su vez a la complejidad del fenómeno.
1 Así lo manifestó recientemente Hassemer, Winfried. Líneas de desarrollo del derecho penal alemán desde la época de posguerra
hasta la actualidad. En García Valdés, Carlos, et al. (Coord.) (2008). Estudios penales en homenaje a Enrique Gimbernat (tomo I, p. 385).
Madrid, España: Edisofer.
2 En el marco de una crítica decidida a las actuales corrientes represivas en materia penal, formulada en Rodríguez Morales, Alejandro
J. Filípica contra el punitivismo. En, del mismo autor (2008): Dogmática penal y crítica (p. 216). Caracas, Venezuela: Vadell Hermanos
Editores.
En efecto, ciertamente el hecho delictivo no se origina o no tiene como causa un solo y
único factor al que pueda atribuirse en tal virtud su existencia. En vista de ello, una política
criminal coherente, de la que por lo general se ha carecido, no puede pretender hacer frente
a la criminalidad solo de la mano de medidas que atiendan a un determinado factor que se
considere que habrá de conllevar la reducción o la desaparición de los índices de delincuencia
existentes (ejemplo patente de ello, el puro aumento de las penas mediante continuas
y constantes reformas legislativas, usualmente impulsadas ante hechos delictivos con repercusiones
mediáticas importantes entre el colectivo), sino que más bien debe ocuparse
de actuar ante el delito de manera integral, teniendo presente un conjunto de factores que
inciden en la existencia de esos índices de delincuencia (de manera particular, dichas acciones
frente al crimen no serán precisamente las provenientes del ejercicio de mera potestad
punitiva, sino otras de carácter más bien social, dirigidas a maximizar el bienestar de la población
con impacto en la salud, la educación, el empleo, la vivienda, entre otros aspectos
fundamentales).
En este mismo orden de ideas, debe desmentirse de una vez por todas que el derecho penal
constituya la panacea para hacer frente a la delincuencia, así como que sea el que ofrezca las
soluciones más eficaces para garantizar que no sean afectados los bienes jurídicos más importantes
para la sociedad.
En realidad, el papel del derecho penal, en lo que toca a evitar la comisión de hechos delictivos,
es más que modesto. Más bien, el derecho penal, en la actualidad, está llamado a cumplir
funciones mucho más relevantes que la sola represión contundente y vindicativa de los delitos,
que en no pocas ocasiones ha prevalecido en el pensamiento y en la realización práctica de la
potestad penal.
De esta manera, pues, debe sostenerse que en realidad el derecho penal ha de ser entendido en
el momento presente como el conjunto de condiciones y requisitos que permiten la imposición
de una pena o medida de seguridad y que sirve para limitar, en beneficio de la persona humana y
su dignidad, la potestad punitiva que se atribuye al Estado3, por lo cual debe superarse una concepción
meramente vindicativa y represiva, que deja a un lado el verdadero carácter garantista
que es inherente al derecho penal.
Lo que implica lo antedicho no es más que el derecho penal, ciertamente, debe proteger al
ciudadano del hecho delictivo, o, en otros términos, tutelar los principales bienes jurídicos que
permiten la pacífica convivencia social (vida, libertad, integridad, etc.) y que, en tal virtud, el Estado
se encuentra facultado para el uso de la violencia y la coacción (y la imposición de una pena
es la manifestación patente de ello), pero también es cierto que esa violencia, para no resultar
aún más intolerable, debe quedar sometida a unas determinadas pautas, sin cuyo cumplimiento
no resulta posible su ejercicio, y he allí, entonces, el difícil equilibrio al que se tiene que dirigir la
mirada en este ámbito.
3 Concepto este que se ha defendido ya en Rodríguez Morales, Alejandro J. (2007). Síntesis de derecho penal (p. 28). Parte general. 2da. edición, revisada y ampliada. Caracas, Venezuela: Ediciones Paredes.
Los cuerpos policiales como parte integrante del sistema penal
En el marco de las medidas que usualmente toman los Estados en que imperan las ya referidas
concepciones punitivistas del derecho penal frente al fenómeno de la delincuencia, se enfatiza
en más de una ocasión en el endurecimiento de la actuación policial, haciendo recaer sobre los
cuerpos policiales el enorme peso de la pretendida solución a la problemática, a la vez que, y
en consecuencia, generan en la colectividad grandes expectativas al respecto, por lo que es
frecuente que los ciudadanos identifiquen una necesidad de mayor y más represiva actuación
policial para poder enfrentar “eficazmente” el delito.
Efectivamente, si el derecho penal es violencia (por ser el sector del derecho que impone las
consecuencias jurídicas más radicales e incisivas frente a los ciudadanos), una de sus manifestaciones
más evidentes y palpables o visibles es la coacción propia de los cuerpos policiales, los
que en ese sentido aparecen como una especie de “brazo armado de la ley”, pudiendo en tal
virtud hacer uso de la referida violencia, que es además exigida por la población, cuyos niveles
de “histeria punitiva” pueden llegar a ser ciertamente elevados.
De acuerdo con estas ideas, debe observarse que la llamada potestas puniendi, o potestad punitiva,
que ostenta cualquier Estado, se atribuye a este a los fines de que el mismo proteja los
principales bienes jurídico-penales que permiten y mantienen la convivencia social. A los efectos
de dicha protección, y en ejercicio de ese poder penal, al Estado le es dado reprimir a quienes
incurran en la comisión de hechos punibles, los que se traducen, precisamente, en vulneraciones
a aquellos bienes.
Para cumplir esta función existe todo un sistema penal, el cual está compuesto por las leyes
penales dictadas por el Poder Legislativo, que son las únicas que pueden establecer delitos y
penas (en virtud del estricto y necesariamente estricto principio de legalidad), por el Ministerio
Público, el cual se encarga de llevar adelante las acciones penales en nombre del Estado (en
virtud del principio de oficialidad), por los tribunales penales, que se encargan de realizar los
procesos judiciales con el objeto de determinar la responsabilidad penal de los individuos, y el
subsistema penitenciario, que asume la ejecución de las penas impuestas a los que han delinquido.
Pero, además de estos componentes del sistema penal, existe también otro segmento
del mismo, bastante más incidente en lo que podría denominarse “puesta en práctica” de las
normas penales sustantivas, cual es el subsistema policial y, en general, de los órganos de seguridad
del Estado.
Efectivamente, los cuerpos de seguridad del Estado son los que llevan adelante las funciones
de mantener el orden público, garantizar la seguridad ciudadana, así como preservar la vida y la
integridad de las personas, de modo específico frente a la criminalidad, o hablando en términos
comunes, frente al fenómeno delictivo.
De manera, pues, que la función de los cuerpos de seguridad es de verdad fundamental para
realizar el control social, como parte del sistema penal, y es por ello que el ciudadano común
tiene grandes expectativas en tales cuerpos de seguridad, sobre todo en cuanto a la represión
de la delincuencia y su protección frente a ella.
En este sentido, Gabaldón ha expresado que “centrar en la policía la responsabilidad y la demanda
sobre el control delictivo es no sólo una aspiración poco realista sino que genera presiones
sobre la propia policía”4, por lo que puede afirmarse que el trabajo de los cuerpos de seguridad
del Estado es sumamente delicado, y de allí la importancia de su limitación y conformidad a las
normativas pertinentes.
Ahora bien, estos cuerpos de seguridad del Estado, con el fin de dar cumplimiento a su función,
y como es propio del sistema penal, se encuentran facultados para el uso de la fuerza, eso sí, de
acuerdo con ciertos principios de estricta observancia, previstos en la Constitución, en las leyes
especiales, así como en las normas éticas fundamentales.
Precisamente por esto se hace imperativo advertir que existe una tendencia, por parte de todo
aquel que adquiere poder (y los cuerpos policiales, al ser parte integrante del sistema penal, tienen
una cuota importante de poder), a liberarse de todo límite que se le pretenda imponer, circunstancia
que, de cierto modo, algunos funcionarios policiales, amparados en su “licencia” para el uso de
la violencia, creen poder usar en cualquier caso y de cualquier manera, sin distinción de cada supuesto
particular, incurriendo de ese modo en abusos y extralimitaciones que son incompatibles
con el modelo de Estado de derecho adoptado por la Constitución vigente.
Esto sucede, a su vez, porque la policía goza de una amplia discrecionalidad en el ejercicio de sus
funciones, a la vez que posee la fuerza necesaria para imponerse frente a los ciudadanos. En relación
con ello, Bustos Ramírez ha sostenido que “cada policía y la policía en general señalan (y tienen
el espacio necesario de juego para ello) quién y qué va contra el orden”5. De esta forma, los cuerpos
policiales deben proteger al ciudadano del hecho delictivo, pero al mismo tiempo están obligados
a salvaguardar los derechos y garantías de quienes incurren en tales hechos delictivos; y a ello se
debe prestar especial atención, al tratarse del ejercicio del monopolio de la violencia y la autoridad,
lo que coloca a los funcionarios policiales en una posición de la que algunos podrían, como de hecho
ha ocurrido, abusar, incurriendo en arbitrariedades y extralimitaciones inaceptables.
De esta manera, pues, debe decirse que es ineludible la existencia de una regulación de la conducta
de quienes se encargan de velar por la seguridad de los ciudadanos y el orden público,
función por lo demás merecedora de elogios, pues trasciende a todo ciudadano y asegura la
tranquilidad de la población frente a agresiones a los bienes jurídicos de mayor relevancia, para
asegurar la pacífica convivencia social. Evidentemente, tiene que reconocerse, y esto también se
hace imperativo, que el trabajo de los cuerpos de seguridad del Estado no es sencillo, sino, por
el contrario, bastante complejo, pero eso no los legitima para utilizar de manera desbordada el
recurso de la violencia, al que puede llegarse solo en determinados supuestos.
Adicionalmente, no puede más que reconocerse que, en definitiva, los miembros de los cuerpos
de seguridad del Estado están sujetos a una constante presión, en razón de la función que tienen
que llevar a cabo, lo que no impide, sin embargo, que guarden respeto a las normas éticas
propias de su labor, así como el debido respeto a todos los ciudadanos y la dignidad que les es
inherente, lo que resulta de trascendental importancia, no solo en este ámbito sino en cualquier
circunstancia de la actividad humana.
4 Gabaldón, Luis Gerardo (1987). Control social y criminología (p. 127). Caracas, Venezuela: Editorial Jurídica Venezolana.
5 Bustos Ramírez, Juan. El control formal: policía y justicia. En Bergalli, Roberto, et al. (1983). El pensamiento criminológico. Estado y
control (tomo II, p. 71). Bogotá, Colombia: Editorial Temis.
De acuerdo con esto, se esperaría que los cuerpos de seguridad del Estado
protegieran a las personas y garantizaran sus derechos, así como que los
índices de criminalidad fueran contenidos y, en la medida de lo posible,
reducidos al máximo. Lamentablemente, esta expectativa no siempre se
cumple, y es ahí cuando se producen graves arbitrariedades por parte de
los cuerpos de seguridad del Estado.
En este orden de ideas, es pertinente indicar que, en materia de control
social, más bien en lo que se refiere al poder de castigar, se presenta lo
que bien puede denominarse “el dilema penal”, puesto que es necesario
encontrar un equilibrio entre garantizar el castigo de los delitos, pero también
los derechos de los ciudadanos frente a los excesos de la potestad
punitiva. Para ello, precisamente, deben tenerse presentes las normas
constitucionales, legales y éticas, pues de lo contrario se desvirtúan y desdibujan
las funciones del sistema penal, en lo que aquí interesa, de los cuerpos
de seguridad del Estado.
Respecto a esta problemática, Hassemer opina que “cuanto más crezca un
derecho fundamental a la seguridad, el clásico derecho a la libertad se verá
recortado a favor de la seguridad”6, lo que pone de relieve esa correlación
entre libertad y seguridad, que es imposible ocultar, y por lo cual es indispensable
otorgar una porción de nuestra libertad a cambio de seguridad,
claro está, la mínima necesaria.
En concordancia con ello, puede aquí también hacerse uso del “derecho
penal mínimo”, una tendencia actual con la que aquí se está de
acuerdo, según la cual el derecho penal solo puede intervenir como
medida extrema, es decir, como ultima ratio, solo cuando otras medidas
no sean suficientes para la solución del conflicto y que la gravedad
del mismo sea de una entidad suficiente como para mover el aparato
penal, que es el instrumento más radical que tiene el Estado para el
ejercicio del control social.
A ese respecto, entonces, es propicia la ocasión para subrayar de
nuevo que, siendo el derecho penal el que está facultado para imponer
las consecuencias jurídicas más violentas y coactivas (pudiendo suponer
la privación de libertad de la persona y, en los sistemas en que aún se
aplica la pena de muerte, pudiendo incluso privarle de su vida), se hace
ineludible que sea a lo último a lo que pueda acudirse, en orden a hacer
frente a una determinada situación problemática o conflicto social,
precisamente por ese carácter violento que le es inherente y en virtud
de lo cual debe afirmarse que ha de haber un necesario consenso en
cuanto a que la violencia es perjudicial por naturaleza y que, por ende,
la misma no puede aparecer como la mejor respuesta a los conflictos
existentes en las relaciones humanas. En tal virtud, debe sostenerse que la opción preferente no puede ser nunca la que implique violencia; por ello, el recurso a
la potestad penal debe ser irremediablemente fragmentario, pero, sobre todo, subsidiario o
secundario, como subsidiaria debe ser, según se verá enseguida, la represión policial.
6 Hassemer, Winfried. La policía en el Estado de derecho. En, del mismo autor (1999): Persona, mundo y responsabilidad. Bases para una teoría de la imputación en derecho penal (p. 153). Bogotá, Colombia: Editorial Temis.
El rol de la policía: más allá de la represión
Por lo general, en el momento presente se suele identificar a la policía, especialmente por parte
del colectivo, como un ente encargado de reprimir a quienes incurren en delitos, o, formulado
en otros términos, como un ente cuya finalidad es intervenir cuando se está cometiendo o se ha
cometido un hecho delictivo, a efectos de capturar o neutralizar a los responsables, bien para
evitar que logren consumar el hecho, bien para detenerlos y así ponerlos a disposición de la justicia,
con el fin de que sean debidamente castigados; por ende, es común que se vea a los cuerpos
de seguridad como entes que deben proteger a los ciudadanos de los delincuentes, velar por el
bienestar de los “buenos” frente a las agresiones de los “malos”.
Precisamente en el epicentro de las actuales concepciones punitivistas existentes en el colectivo se
encuentra la distinción entre lo bueno y lo malo, lo lícito y lo ilícito, entre el ciudadano y el delincuente,
entre el amigo y el enemigo, de modo tal que con el recurso a la potestad punitiva pretende hacerse
lo que Jesús, conforme al relato bíblico, explicaba que no debía hacerse, separar el trigo de la cizaña.
En ese sentido, resulta acertada la reflexión que hacía Baratta cuando señalaba que “el detenido
no es tal porque sea diverso, sino es diverso porque es detenido”7, a lo que puede añadirse una cita
de Carnelutti, jurista excepcional y con una visión social y humana de lo penal realmente admirable,
cuando expresaba en sus Miserias del proceso penal que “no se puede hacer una neta división de los
hombres en buenos y malos. Desgraciadamente, nuestra corta visión no permite apreciar un germen
de mal en aquellos que se llaman buenos, y un germen de bien en aquellos que se llaman malos”8.
En efecto, y volviendo a la parábola del trigo y la cizaña, el endurecimiento del derecho penal en los
tiempos recientes, por virtud de las exigencias de seguridad ciudadana, y justamente de dividir a
los buenos de los malos, ha conllevado un recorte importante de derechos y garantías que habían
amparado a todo ciudadano, tanto al delincuente como al no delincuente, que ha determinado
que en ese afán de extraer la cizaña se haya arrancado también el trigo, convirtiéndose en un
sistema de control en el que, como expresa la sabiduría popular, “pagan justos por pecadores”,
ya que las medidas represivas no distinguen sobre quién recaen, y ello es así precisamente porque
son evidentes vulneraciones de principios fundamentales, que pretenden evitar la arbitrariedad y
lo que, en afortunada y muy conocida expresión de Gimbernat, puede denominarse una “justicia”
penal de lotería. Y es que debe recordarse que, en definitiva, nadie está exento de ser, en algún
momento y por muy inesperado que ello sea, atrapado por la maquinaria penal, convirtiéndonos a
todos en víctimas de un arma que nosotros mismos creamos y entregamos al Estado para evadir el
caos e imponer algún grado de racionalidad a las reacciones frente a los hechos delictivos.
No obstante dicha realidad, es cierto que, de manera despreocupada, la misma ha sido desatendida,
y las mayorías siguen clamando por más seguridad, independientemente de las graves
consecuencias que ello puede suponer en lo atinente al disfrute de libertades fundamentales, que poco a poco se van perdiendo, pudiendo citarse como ejemplo paradigmático de ello, y por
nombrar solo un caso, la intimidad y la privacidad, que cada día más se ven recortadas en virtud
de diferentes medidas penales supuestamente necesarias para enfrentar al delito (entre ellas,
la vigilancia permanente o las interceptaciones telefónicas, realizadas en absoluto secreto y sin
ningún tipo de justificación válida9).
7 Baratta, Alessandro. Reintegración social del detenido. Redefinición del concepto y elementos de operacionalización. En Martínez, Mauricio (Comp.) (1999). La pena. Garantismo y democracia (p. 78). Bogotá, Colombia: Ediciones Jurídicas Gustavo Ibáñez. 8 Carnelutti, Francesco (1999). Las miserias del proceso penal (p. 13). Bogotá, Colombia: Editorial Temis.
Tal actitud por parte del colectivo evidentemente tiene sus repercusiones en los funcionarios
policiales, que, a fin de atender las exigencias ciudadanas de seguridad, pueden llegar a creer
que están facultados para convertirse en vengadores y verdugos, e incluso sentirse respaldados
(“guapos y apoyados”, diríamos en Venezuela) en sus actuaciones arbitrarias y abusivas, y no
solo sentirlo, sino, en realidad, ser apoyados por la población en dicho sentido, favoreciendo,
promoviendo e instigando la violencia policial10, y en tal virtud la perspectiva puramente represiva
de los cuerpos de seguridad del Estado.
Muy por el contrario a lo reflejado en los párrafos anteriores, hay que afirmar aquí que el rol de la
policía va mucho más allá de la mera represión, por ende, de la simple reacción ante hechos delictivos
(modelo policial reactivo), debiendo darse mayor relevancia a una importante labor, que
puede y debe cumplir, de prevención y de actuaciones previas a la comisión de un delito (modelo
policial proactivo), siendo esto más acorde, a su vez, con el signo democrático de los actuales modelos
políticos imperantes en la mayoría de los países del mundo en el momento presente.
En efecto, el rol preventivo que pueden y deben llevar a cabo los cuerpos policiales resulta de
capital importancia y utilidad social, ya que, como dijera Confucio, es mejor trabajar en prevenir
delitos para no necesitar castigos, de modo que el peso debe hacerse recaer en esa función de
prevención, más que en la de represión, que se mantiene y necesariamente tendrá que seguirse
manteniendo, no obstante, siempre dentro del marco legal correspondiente.
En tal sentido, la policía, y esto siempre ha sido así, al menos teóricamente, es un servicio público, por
lo que el funcionario policial es, en congruencia con ello, un servidor público, no así un justiciero ni
un vengador, cuya función primordial es, entonces, el resguardo de los derechos de los ciudadanos
y el mantenimiento del orden y la pacífica convivencia social, pero no a través de la intimidación y la
coacción, colocando contra la pared a un ciudadano que parece sospechoso, sino de un modo muy
diverso, acercándose a los ciudadanos, tratándolos con el debido respeto, prestando su ayuda en lo que le competa, en fin, integrándose a la comunidad de la que, a fin de cuentas, él mismo también
es miembro, lográndose, por su parte, que el ciudadano deje de verle como un enemigo o alguien a
quién temerle, y pasar más bien a respetarle, por ser garante de la tranquilidad ciudadana.
9 Lo que ocurre no solo en países latinoamericanos, como pudieran pensar los que creen que el pasto de al lado siempre es más verde,
sino también en Estados Unidos (caso de la llamada Ley Patriota o “Patriot Act”) y en Europa. Al respecto, para lo que se refiere a
Alemania, puede verse el excelente trabajo, en sentido crítico, de Roxin, Claus. Autoincriminación involuntaria y derecho al ámbito
privado de la personalidad en las actuaciones penales. En, del mismo autor (2007): Pasado, presente y futuro del Derecho procesal
penal. Buenos Aires, Argentina: Rubinzal-Culzoni Editores.
10 Sobre tal problemática hay publicadas diversas investigaciones muy interesantes, que por obvias razones no alcanzan a abarcarse
en este lugar; no obstante, puede aludirse al trabajo de Briceño-León, Roberto, et al. ¿Tiene la policía derecho a matar a los delincuentes?
Un estudio del apoyo ciudadano a la violencia policial. En Briceño-León, Roberto y Pérez Perdomo, Rogelio (2002). Morir en
Caracas. Caracas, Venezuela: Universidad Central de Venezuela.
Puede recordarse, en el mismo orden de ideas, el tradicional lema de muchos cuerpos policiales
en el mundo, conforme al cual su función es la de “servir y proteger” (“To serve and protect”),
por lo que mal puede seguirse sustentando una concepción del policía como mero agente de
represión, cual ocurría en tiempos de las dictaduras, cuando eran precisamente las policías las
que se encargaban del “trabajo sucio” (el caso de la Gestapo en la Alemania nazi, de la DINA en
el Chile de Pinochet o de la Seguridad Nacional en la dictadura venezolana de Pérez Jiménez).
De esta manera, debe afirmarse que los cuerpos policiales deben llevar a cabo un rol eminente
o predominantemente preventivo, fundamentado en el respeto de los derechos y garantías
de todos los ciudadanos, así como en un esencial principio de respeto y profesionalismo en la
prestación de su servicio, estando, en consecuencia, no a la orden de una parcialidad política o
de una determinada autoridad, sino del colectivo, de la población toda, en cuyo bienestar debe
trabajar desde los ámbitos propios de sus competencias.
De allí entonces lo complejo del rol del policía en el contexto de un sistema penal garantista,
ya que debe velar por la seguridad ciudadana sin violentar las normas jurídicas que regulan su
actuación y los derechos y garantías fundamentales que amparan a todo individuo, sea o no delincuente.
Es por ello que Servera Muntaner expresa que “la policía tiene una misión muy difícil”,
por lo que “debe saber compaginar el equilibrio entre libertades fundamentales personales y
bien común, entre no hacer uso de la fuerza y derecho de autodefensa o de poder llevar a cabo
su tarea, y todo ello no desde una situación de normalidad sino muchas veces desde una máxima
tensión”, todo lo cual exige que “el policía se debe mentalizar para poder actuar desde una
actitud lo más ecuánime posible”11.
Esto, por su parte, resulta fundamental en lo que atañe al rol de la policía, por cuanto, a diferencia
de las funciones que realizan otros entes del sistema penal, tales como el Ministerio Público
o los tribunales penales, le es posible efectivamente llevar a cabo actividades destinadas a incidir
sobre los factores que contribuyan a la existencia del fenómeno delictivo, que sin duda son
múltiples, y por eso una política criminal acertada solo puede ser una que sustente una visión
integral y amplia del hecho delictivo, justamente para no incurrir en el denunciado error de asignar
a una única causa la existencia de delitos.
En efecto, los cuerpos policiales pueden intervenir antes de que haya una víctima (no así, en
cambio y por ejemplo, un tribunal penal, que solo actúa a posteriori, y de allí que un autor como
Jakobs diga que el derecho penal, en lo que se refiere a la protección de bienes jurídicos, siempre llega tarde), puesto que tienen diversas posibilidades de prevenir el delito, a través de un
conjunto de medidas que contribuyen a dicho fin; por ejemplo, creando brigadas comunitarias
o de proximidad, acercándose a las comunidades a través de la asistencia, implementando políticas
y programas de formación y educación ciudadana, detectando las problemáticas de un
sector para intervenir al respecto, entre muchas otras medidas que sirven para adelantarse al
delito, si bien será necesaria siempre la reacción contra el delito ya cometido o que se está cometiendo
(nuevamente, con el respeto de las pautas legales existentes para ello).
11 Servera Muntaner, José Luis (1999). Ética policial (p. 132). Valencia, España: Editorial Tirant Lo Blanch.
Por lo anterior, en otro lugar se ha indicado que “el policía siempre debe estar haciendo esa tarea
de prevención y lo hace incluso desempeñando labores que podrían verse como insignificantes,
a pesar de ser altamente efectivas, como sería la ayuda de una persona que se ha perdido o
la atención a una persona de la tercera edad”12, porque con ello se va forjando el respeto por la
labor policial, no en cambio el temor, que es lo que, la mayoría de las veces, se pretende infundir,
creyendo erróneamente que ello contribuye a evitar los delitos.
En definitiva, es posible concluir que, en el marco de un sistema penal de carácter garantista, el
rol de los cuerpos policiales es, en realidad, el aseguramiento del disfrute pacífico de los derechos
por parte de todos los ciudadanos, incluso aquellos que han incurrido en una conducta delictiva,
por cuanto la mejor política para evitar la irracionalidad y la arbitrariedad es justamente
la actuación racional y autolimitada de las autoridades, así como el desarrollo de actividades de
diversa naturaleza, que permitan mitigar los factores criminógenos existentes en las sociedades
de hoy, siempre en la medida de lo posible, y debiendo recordar que no podemos eliminar
la libertad a costa de estar “asegurados” contra todo riesgo (algo que además es imposible,
pues en una sociedad de riesgos, tales riesgos son asumidos por todos y nadie está dispuesto
a renunciar a las actividades de los que aquellos se derivan). Por esto, entonces, sigue vigente
en la actualidad aquella frase de Benjamin Franklin, según la cual “quien pone la seguridad por
encima de la libertad se arriesga a perder ambas”.
361 Dimensionamiento del rol de los cuerpos policiales en un sistema penal de carácter garantista ISSN 1794-3108. Rev. crim., Volumen 52, número 1, junio 2010, Bogotá, D.C., Colombia pre llega tarde), puesto que tienen diversas posibilidades de prevenir el delito, a través de un conjunto de medidas que contribuyen a dicho fin; por ejemplo, creando brigadas comunitarias o de proximidad, acercándose a las comunidades a través de la asistencia, implementando políticas y programas de formación y educación ciudadana, detectando las problemáticas de un sector para intervenir al respecto, entre muchas otras medidas que sirven para adelantarse al delito, si bien será necesaria siempre la reacción contra el delito ya cometido o que se está cometiendo (nuevamente, con el respeto de las pautas legales existentes para ello). Por lo anterior, en otro lugar se ha indicado que “el policía siempre debe estar haciendo esa tarea de prevención y lo hace incluso desempeñando labores que podrían verse como insignificantes, a pesar de ser altamente efectivas, como sería la ayuda de una persona que se ha perdido o la atención a una persona de la tercera edad”12, porque con ello se va forjando el respeto por la labor policial, no en cambio el temor, que es lo que, la mayoría de las veces, se pretende infundir, creyendo erróneamente que ello contribuye a evitar los delitos. En definitiva, es posible concluir que, en el marco de un sistema penal de carácter garantista, el rol de los cuerpos policiales es, en realidad, el aseguramiento del disfrute pacífico de los derechos por parte de todos los ciudadanos, incluso aquellos que han incurrido en una conducta delictiva, por cuanto la mejor política para evitar la irracionalidad y la arbitrariedad es justamente la actuación racional y autolimitada de las autoridades, así como el desarrollo de actividades de diversa naturaleza, que permitan mitigar los factores criminógenos existentes en las sociedades de hoy, siempre en la medida de lo posible, y debiendo recordar que no podemos eliminar la libertad a costa de estar “asegurados” contra todo riesgo (algo que además es imposible, pues en una sociedad de riesgos, tales riesgos son asumidos por todos y nadie está dispuesto a renunciar a las actividades de los que aquellos se derivan). Por esto, entonces, sigue vigente en la actualidad aquella frase de Benjamin Franklin, según la cual “quien pone la seguridad por encima de la libertad se arriesga a perder ambas”. 12 Así se ha expresado al comentar los principios generales de actuación de la policía en Rodríguez Morales, Alejandro J. (2008). Ley del servicio de policía y del cuerpo de Policía Nacional (p. 49). Comentada. Caracas, Venezuela: Ediciones Paredes.
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