Durkheim: la perspectiva funcionalista del delito en la criminología1
Durkheim: The Functionalist Perspective of Crime in Criminology
Omar Huertas Díaz
Magíster en Derecho Penal.
Magíster en Derechos Humanos, Estado de Derecho y Democracia en Iberoamérica.
Investigador, Vicerrectoría de Investigación, Dirección Nacional de Escuelas, Policía Nacional de Colombia.
paideia04@hotmail.com
Resumen
El presente artículo tiene por objeto dar a conocer la obra del sociólogo Émile Durkheim, por ser revolucionaria para su época, toda vez que considera al delincuente como un agente regulador de la vida social, que la dinamiza y cumple una función en la comunidad. Por tanto, en el primer capítulo se hace referencia a los tres textos más importantes que dan cuenta de su teoría, en el segundo se exponen las críticas que se han hecho a esta obra y en el último se plantea una reformulación de la tesis central del pensamiento durkheimiano.
Palabras clave: castigo, conciencia social, comunidad, moral, Émile Durkheim (fuente: Tesauro de la Unesco).
Abstract
This article is intended to make known the work of sociologist Émile Durkheim, revolutionary in its time, as it considers criminals as regulating agents of social life who, in turn, dynamize social life and play a role within the community. Consequently, the first chapter refers to the three most important texts that explain his theory; the second chapter shows the criticism made of such work; and the third chapter poses a reformulation of the central thesis in Durkheim’s thought.
Key words: punishment, social consciousness, community, moral, Émile Durkheim (Source: The UNESCO Thesaurus).
1 Artículo relacionado con la investigación que el autor realiza en la línea de investigación “El derecho penal como garantía judicial al derecho a la libertad”, dentro del Grupo de Investigación en derecho penal Cesar Bkria, registro Colciencias COL0061256, Categoría D.
Introducción
Si los seres humanos no fueran, en lo que se refiere
a la dirección de su comportamiento, por naturaleza
mucho más flexibles y maleables que los animales, su
reunión no daría forma a un continuo social autónomo,
a una sociedad, ni poseerían cada uno de ellos
una individualidad. Los grupos de animales no poseen
más que una “historia natural”, y los animales
particulares pertenecientes a uno de esos grupos no
se diferencian unos de otros, en cuanto a la dirección
de su comportamiento, en la misma medida en que
se diferencian los seres humanos, no son tan individualizables
como estos últimos.
Ahora bien, puesto que los seres humanos particulares
son en tal grado susceptibles de ser coordinados
por otros, y puesto que, además, precisan de ese modelado
social, el tejido formado por sus relaciones,
su sociedad, no puede ser comprendido únicamente
a partir de seres humanos individuales, como si cada
uno de ellos constituyera un cosmos por sí mismo. A
la inversa, el individuo solo puede ser comprendido
a partir y dentro de su convivencia con otros. La estructura
y la cualidad constitutiva de la dirección del
comportamiento de un individuo dependen de la estructura
de las relaciones entre individuos. Todas las
malas interpretaciones en torno a la relación entre
individuo y sociedad radican en que la sociedad, en
que las relaciones entre personas, poseen en realidad
una estructura y unas regularidades de índole propia,
que no pueden ser comprendidas a partir de los individuos
particulares, pero no poseen un cuerpo, una
“sustancia” exterior a los individuos.
La sociedad y sus regularidades no son nada fuera de
los individuos; tampoco es meramente un “objeto”
que se encuentra “frente” al individuo particular; es aquello a lo que cada persona llama “nosotros”. Sin
embargo, este “nosotros” no nace de que muchas
personas particulares, que se llaman a sí mismas
“yo”, se reúnan y decidan formar una comunidad.
Las funciones y relaciones personales que se expresan
con partículas como “yo”, “tú”, “él” y “ella”,
como “nosotros”, “vosotros”, “ellos” o “ellas”, son
interdependientes. Ninguna de ellas existe sin las
otras. Y la “función-nosotros” incluye dentro de sí
misma a todas las demás. Comparado con lo que
esta designa, todo “yo”, incluso todo lo que pueda
ser llamado “vosotros”, “ellos” o “ellas”, es solo
una parte.
Y esta inexorable inclusión de todo “yo” dentro de
“nosotros” hace que, finalmente, pueda también
comprenderse por qué en el encadenamiento de las
acciones, los planes y los fines de muchos “yos” surge
una y otra vez algo que, tal como es y será, no ha
sido planeado, perseguido ni realizado por ninguna
persona individual.
Y, en efecto, durante el transcurso de la historia occidental,
la porción planificable de las sociedades se
hace cada vez mayor. Sin embargo, pese a ser así
incluidos en los objetivos a corto plazo de numerosas
personas singulares y grupos, todos estos instrumentos
e instituciones sociales considerados con la perspectiva
de largos periodos de tiempo, siempre han
avanzado en una dirección que ninguna persona ni
grupo alguno de personas ha deseado o premeditado
realmente.
Del mismo modo, a lo largo del transcurso de la
historia se ha caminado y se camina, con muchos
avances y retrocesos, hacia una mayor civilización.
También en este andar cada uno de los pasos ha estado
determinado por personas y grupos de personas; mas, sin duda, lo que ha surgido hasta hoy de este
andar, nuestro modelo de conducta y nuestra estructura
anímica, no han sido premeditados o planeados
por personas singulares. Y así se mueve la sociedad
humana en su conjunto, así tenía y tiene lugar todo
el devenir histórico de la humanidad (Elías, 1990):
Nacido de planes, pero no planeado.
Movido por fines, pero sin un fin.
Castigo, conciencia colectiva y solidaridad social: obra de Émile Durkheim
Más que cualquier otro teórico social, Durkheim consideró
el castigo como el objeto central del análisis
sociológico y le asignó un lugar privilegiado en su
marco teórico, al cual volvía una y otra vez conforme
avanzaba su trabajo. Esta preocupación analítica
por el castigo se debió a que lo consideraba una
institución relacionada con el corazón mismo de la
sociedad. La sanción penal representaba un ejemplo
tangible del funcionamiento de la “conciencia colectiva”
en un proceso que expresaba y regeneraba los
valores de la sociedad. Al analizar las formas y funciones
del castigo, el sociólogo obtenía una perspectiva
sistemática del núcleo de la vida moral, alrededor
del cual se conforman la comunidad y la solidaridad
social. Por consiguiente, Durkheim afirmaba haber
encontrado, en los procesos y rituales de la penalidad,
la clave para el análisis de la sociedad misma.
Durkheim, por supuesto, tenía una noción muy específica
de la sociedad y seguía una línea particular
de investigación sociológica. Le preocupaba, sobre
todo, descubrir los orígenes de la solidaridad social,
que, para él, eran las condiciones fundamentales de
la vida colectiva y la cohesión social. Consideraba que la sociedad y sus patrones de interacción mutua
solo pueden funcionar si existe primero un marco
compartido de significados y moralidades, sin el cual
es imposible concebir la vida social, ya que incluso
los intercambios más elementales entre individuos
requieren una serie de normas consensuales. Estas
normas sociales y “representaciones colectivas” no
son fortuitas ni autodeterminantes, sino más bien un
aspecto de las formas de organización e interacción
social que existen en un momento determinado.
La cultura y la ética de cualquier sociedad están, por
ende, sustentadas en una organización social particular
que forma un todo social funcional. Al mismo
tiempo, los patrones que surgen de la interacción
social dan origen a la clasificación compartida de todos
los involucrados, de forma que las categorías de
conciencia e inconsciencia se construyen de manera
acorde con la realidad de la vida en grupo. Estas categorías,
a su vez, forman el marco colectivo dentro
del cual existe la vida social de modo rutinario, y en
el cual los individuos se vinculan entre sí y con la sociedad
de manera cohesiva. Conforme a la noción de
Durkheim, las sociedades tienen formas materiales
de vida que son comprendidas, sancionadas y santificadas
por las categorías culturales a las que dan origen.
Los aspectos morales –o mentales– y sociales –o
materiales– de la vida del grupo se consideran mutuamente
condicionantes y constituyentes y, en circunstancias
normales, funcionan en conjunto como
dimensiones diferentes de un todo social cohesivo.
Esta noción distintiva es la que convierte el trabajo
de Durkheim a la vez en una ciencia social y en
una “ciencia de la ética”. Su sociología se preocupa,
sobre todo, por los vínculos morales distintivos que
para él constituyen los verdaderos aspectos sociales
de la vida humana. Su objeto fundamental de análisis es la relación entre las moralidades sociales y sus
condiciones de existencia, lo que sustenta su enfoque
“holístico” de la sociedad y su preocupación por comprender
los aspectos de la vida social en términos de
su significado funcional para el todo social.
De manera que esta noción de lo moral y lo social,
como dos caras de la misma moneda, le permite a
Durkheim tomar una práctica social particular –como
el castigo– y verla como un fenómeno moral que
opera dentro de los circuitos de la vida moral, a la
vez que cumple con funciones sociales y penales de
carácter más mundano.
Dentro de ese conocimiento general de la sociedad,
la inquietud más específica de Durkheim era entender
las formas variables de la solidaridad, que surgían
conforme las sociedades evolucionaban y su
estructura básica y organización comenzaban a cambiar.
En particular, trataba de entender los orígenes
de la solidaridad en las sociedades modernas, que,
debido al individualismo en aumento, a la especialización
de las formas sociales y a la disminución de la
fe religiosa universal, parecían constituir un mundo
sin categorías compartidas.
Durkheim afirmaba que la sociedad requería un marco
moral, pero que su forma y contenido debían reflejar
las condiciones vigentes de la organización social.
Aseguraba que la división del trabajo había dado origen
a una moralidad moderna bastante conveniente,
centrada en el culto al individuo y a un conjunto de
valores tales como la libertad, la racionalidad y la tolerancia.
Estos conceptos morales surgieron paralelamente
a la reestructuración de la sociedad propiciada
por la industrialización, la especialización y la secularización,
y ya estaban representados en el pensamiento
y la acción de los individuos (Garland, 2006).
En consecuencia, el derecho penal de una sociedad
es, ante todo, la materialización de los valores fundamentales
que dicha sociedad considera sagrados,
por lo que los crímenes que violan esta “conciencia
colectiva” tienden a provocar una indignación
moral colectiva y un apasionado deseo de venganza.
Estas “reacciones pasionales” son expresadas a través
de la práctica jurídica de castigar a los criminales,
que, por más que se vuelva rutinaria e institucionalizada,
no deja de ser un mecanismo por medio del
cual se encauzan y expresan sentimientos morales
colectivos. Así, por más que el Estado moderno monopolice
la ejecución y administración del castigo (y
al hacerlo “gradúe” la intensidad de esta reacción y
la vuelva más uniforme y predecible), Durkheim insiste
en dos puntos básicos: primero, que una población
mucho más amplia se siente involucrada en el
acto de castigar, dotando así a esta institución estatal
del apoyo social y legitimidad. Segundo, que a pesar
de todos los intentos de hacer del castigo un proceso
racional, circunspecto, utilitario, este sigue estando
fuertemente influenciado por los sentimientos punitivos
y las reacciones emotivas que forman la base de
la reacción social frente al crimen (Garland, 2007).
El delito es, por tanto, necesario; se halla ligado a las
condiciones fundamentales de toda vida social, pero
por esto mismo es útil; porque estas condiciones de
que él es solidario son indispensables para la evolución
moral y del derecho (Durkheim, 1999).
La división del trabajo social
La división del trabajo social es la obra maestra de
Durkheim en el sentido original de la palabra. Es el
primer texto que define los problemas fundamentales
que proporcionan las herramientas intelectuales
para su análisis. En este, la preocupación central es la naturaleza variable de la moralidad y la solidaridad
social, por lo cual emprende su amplio análisis del
castigo como un medio para esclarecer este problema
más amplio.
Durkheim considera el castigo como una institución
social que es, en primera y última instancias,
un asunto de moralidad y solidaridad sociales. Los
fuertes lazos de solidaridad moral son la condición
que provoca el castigo y, a su vez, este es el resultado
de la reafirmación y el reforzamiento de esos mismos
vínculos sociales. Desde luego, Durkheim es consciente
de que estos aspectos morales no son lo más
importante en la experiencia social del sistema penal.
Sin embargo, considera que la mayor parte de la
moralidad social es no verbal, latente, asumida. De
hecho, una característica de la sociedad moderna es
que los vínculos morales que atan a los individuos
están representados en actos tales como contratos,
intercambios o interdependencias que, superficialmente,
parecen no ser otra cosa que asuntos de
interés personal racional. Su análisis del castigo –al
igual que su análisis de la división del trabajo– es por
ende un intento deliberado y contraintuitivo de esclarecer
estas moralidades sumergidas y dilucidar el
significado moral de castigo y las funciones sociales
moralizantes. De esta forma, Durkheim pretendía señalar
el contenido moral de la acción instrumental
para crear una mayor conciencia de esta moralidad,
con el propósito de preservarla y desarrollarla mejor
(Garland, 2006).
Al respecto, es importante mencionar que Durkheim
utilizó el concepto de anomia para “explicar las
repercusiones sociopatológicas de la división social
y humana del trabajo desarrollada rápidamente en
el industrialismo temprano”. La división del trabajo es examinada por él no solo como principio económico
de la sociedad industrial capitalista, sino como
uno de los fundamentos más importantes de la vida
social en general. Se preguntó primero por la necesidad
social que corresponde a la división social del
trabajo, y quiso entonces determinar sus causas y
condiciones y emprender, al final, una clasificación
de comportamiento sobre la base de las regularidades
comprobadas.
De esta forma, dado que la división del trabajo significa
una diferenciación de la cooperación, el proceso
de la creciente división del trabajo tiene repercusiones
directas sobre las formas de solidaridad. En el
caso de sociedades con una escasa división del trabajo,
la diferenciación entre los miembros de la sociedad
es solo segmentaria, esto es, de acuerdo con
la similitud relativa de los miembros de la sociedad
entre sí, la solidaridad resulta un hecho mecánico,
por decirlo así, por la moral generalmente aprobada.
No obstante, en una sociedad con un alto grado
de división del trabajo, las diversas partes ya no son
similares, sino relacionadas unas con otras en sus
funciones, así como los distintos órganos de un ser
viviente. Los miembros de sociedades diferenciadas
no solo son diferentes, sino que dependen mutuamente
los unos de los otros, porque sus actividades
y funciones especializadas son parte de un todo dividido
por el trabajo. Así, la diferenciación estructural
con un alto grado de división del trabajo en una sociedad
conduce, de manera análoga, a los órganos
de un ser viviente, a su solidaridad orgánica.
Según Durkheim, en semejantes sociedades con
una gran diferenciación de funciones, esto es, en
las sociedades industriales modernas, se verifica
un debilitamiento a la conciencia colectiva y una mayor acentuación de las diferencias individuales.
Anomia es, entonces, el estado de desintegración
social originado por el hecho de que la creciente división
del trabajo obstaculiza cada vez más un contacto
lo suficientemente eficaz entre los obreros y,
por lo tanto, una relación social satisfactoria. De este
modo, el concepto de anomia es presentado como
el polo contrario de la solidaridad orgánica. Si faltan
las reglas morales de carácter obligatorio, lo que es
mucho más probable con una elevada división del
trabajo, entonces es más difícil de realizar la acción
solidaria (Lamnek, 1986).
Por otra parte, Durkheim manifestó que una ciencia
social “necesita conceptos que expresen adecuadamente
las cosas como son en la realidad y no como
resulta útil concebirlas para satisfacer fines prácticos”.
Así, la ciencia de los hechos sociales puso de
relieve en primer lugar que los hombres viven, no en
un universo de elecciones y libertad (afectado solo
por la falta de una adecuada autoridad moral), sino
en condiciones en las que no se aprovechaban sus
facultades naturales. En síntesis, viven bajo una división
del trabajo “impuesta”.
Esta idea, más que cualquier otra, es la base de la
concepción de Durkheim acerca de la anomia (lo que
desordena la sociedad) y las condiciones que producen
el delito, la desviación y el desorden. Influido
quizás en parte por su inmersión en el “socialismo”
de Saint-Simón, Durkheim comprendió que la autoridad
moral era aceptable para los hombres solo en la
medida en que estuviese relacionada con la situación
material real de los mismos. La autoridad moral no lo
era en absoluto si carecía de sentido para hombres
insertos en posiciones sociales inusuales, en rápido
cambio o, lo que era más importante, impuestas. En
una situación en la que los hombres no desempeñaban papeles ocupacionales y sociales compatibles
con su talento natural, la autoridad moral carecería
totalmente de eficacia a menos que estuviera vinculada
con la tarea de la reforma social.
Mientras que la ciencia positiva de Comte (y muchas
sociologías contemporáneas de control social) parte
solo del temor de la “descomposición de la sociedad
en una multitud de corporaciones incoherentes”, posición
que pone de manifiesto su carácter de ideologías
de la reacción y del retroceso social, la “sociología” de
Durkheim se ocupa del motor del cambio social y, en
especial, de la destrucción de la división forzada del trabajo
(Taylor, Walton & Young, 2001).
Estas consideraciones conducen a Durkheim a ver
bajo una nueva luz los fenómenos de que se ocupa
la criminología. Contrario a lo que ocurría en la criminología
precedente y contemporánea, y partiendo
de cuanto él mismo había sostenido con anterioridad,
Durkheim no veía ya al delincuente como “ser
radicalmente antisocial, como una especie de elemento
parasitario, de cuerpo extraño e inasimilable,
introducido en el seno de la sociedad”. Esta visión
general funcionalista del delito se ve acompañada en
Durkheim por una teoría de los factores sociales de
la anomia. Ya con anterioridad, y contra las concepciones
naturalistas y positivistas que identificaban las
causas de la criminalidad en las fuerzas naturales (clima,
raza), en las condiciones económicas, en la densidad
de población de ciertas regiones, entre otras,
Durkheim había puesto el acento sobre los factores
intrínsecos al sistema socioeconómico del capitalismo,
basado en una división social del trabajo tanto
más diferenciada y constrictiva –con el nivelamiento
de los individuos y las crisis económicas y sociales
que él trae consigo– (Baratta, 2000).
Entonces, la delincuencia de Durkheim es consecuencia
necesaria y útil de toda vida social y está ligada
a sus realidades. Por ello, el delito serviría para
una doble finalidad: localización y tratamiento de
los inadaptados, y estímulo para la búsqueda de los
males, de sus causas y sus remedios, como base de
una política concreta de mejoramiento futuro, con
espíritu preventivo (Solís, 1962).
Las dos leyes de la evolución penal
El análisis del castigo presentado en La división del
trabajo social proporciona una descripción extensa
de las fuentes, el funcionamiento y el significado social
del “derecho penal”. No habla, sin embargo, de
las formas reales de castigo: los aparatos, las instituciones
y medidas sustantivas por medio de las cuales
se realizan de manera concreta las “reacciones
punitivas”. Tampoco hace una historia del castigo.
Además de observar que las sociedades modernas
se muestran más circunspectas frente al acto de castigar,
y ya no lo hacen “de una manera tan material
y grosera” como antes, en ningún momento se comenta
el cambio histórico. De hecho, Durkheim niega
enfáticamente la relevancia de la historia con respecto
al funcionamiento de la penalidad, afirmando
que, pese a las apariencias, “la pena ha seguido siendo
para nosotros lo que era para nuestros padres”.
Una teoría del castigo que no considera el cambio
histórico y no habla de las formas penales deja
demasiados interrogantes sin responder, por lo
cual no sorprende que Durkheim vuelva a estos
problemas años después en el ensayo The two
laws of penal evolution, aparecido en 1902. Sin
catalogarlo como tal, este documento es, en
esencia, un intento por redondear la teoría original
del castigo, demostrando que los hechos de la historia penal pueden recuperarse en sus propios
términos e interpretarse de acuerdo con ellos.
De esta forma, el ensayo de Durkheim se aboca a
una paradoja: se enfrenta a la evidente historicidad
del castigo –la copiosa evidencia de que los métodos
penales han cambiado sustancialmente en el transcurso
del tiempo–, aunque también desea defender
una tesis que afirma el carácter ahistórico e inmutable
del castigo como proceso social.
La solución del problema radica en el argumento de
que, puesto que la organización social de la conciencia
colectiva se modifica con el tiempo, tales
cambios alteran de modo considerable el tipo de
sentimientos y pasiones provocados por infracciones
delictuosas. Las diferentes pasiones, así como
las distintas modalidades de organización social,
dan origen a diversas formas penales de modo que,
si bien el castigo sigue siendo una expresión de sentimientos
colectivos –y una manera de reforzarlos–,
las formas que adopta se han modificado. La tesis
de Durkheim es, por consiguiente, bastante refinada,
al distinguir entre las formas y funciones del
castigo. Afirma que los mecanismos y las funciones
subyacentes del castigo permanecen constantes, en
tanto que sus formas institucionales sufren un cambio
histórico.
En efecto, según Durkheim, los principales cambios
en la historia penal son de dos tipos. La intensidad
del castigo tiende a disminuir en la medida en que
las sociedades se vuelven más avanzadas y, al mismo
tiempo, la privación de la libertad por medio del confinamiento
surge como la forma predilecta del castigo,
sustituyendo diversos métodos capitales y corporales
que le antecedieron. El patrón general de evolución
que describe es una decreciente severidad penal y una creciente dependencia del confinamiento, movimientos
ligados que se dan en el transcurso de la evolución
amplia de las sociedades, de “simples a avanzadas”.
Así, las sociedades simples han recurrido a medidas
penales draconianas debido a que en ellas prevalece
la intensidad de la conciencia colectiva. Su moral social
es severa, rígida y exigente, estrictamente religiosa
en forma, y representa todas las reglas como leyes
trascendentales, autorizadas por dioses.
En contraste, los sentimientos colectivos que se encuentran
en sociedades más avanzadas son menos
demandantes y ocupan un lugar menos predominante
en la vida social; las sociedades orgánicas modernas
se caracterizan por la diversidad moral y la
interdependencia de individuos que cooperan entre
sí, cada uno de los cuales es, en cierta medida, diferente
y único. Estos sentimientos son notoriamente
diferentes de las creencias rígidas sancionadas por la
religión de los primeros tiempos. Por su misma naturaleza,
esta nueva fe moral invita a la reflexión y
a la consideración racional en asuntos éticos. Por lo
tanto, la moralidad social tiene una resonancia psicológica
diferente –un lugar diferente en la estructura
anímica– y, como resultado, suscita una reacción
más moderada cuando se violan sus principios.
No obstante, la “privación de la libertad, y tan solo
de la libertad, que varía con el tiempo conforme a la
gravedad del crimen, tiende a convertirse cada vez
más en un medio de control social”, pues una
vez establecida, la prisión perdió el carácter meramente
preventivo y de confinamiento, adquiriendo
cada vez más el carácter de un castigo.
Durkheim concluye en su ensayo histórico con un
párrafo que se refiere, no al pasado sino al presente.
Aun más, indica, aunque de manera un tanto indirecta,
que el confinamiento –que se ha convertido
en una forma de castigo moderno– es cada vez un
anacronismo mayor que se ciñe al marco de la vida
contemporánea: “hemos llegado al momento en
que las instituciones penales del pasado han desaparecido
o bien sobreviven por la fuerza de la costumbre,
pero sin que nazcan otras que correspondan
mejor a las nuevas aspiraciones de la conciencia moral”
(Garland, 2006).
El castigo como educación moral
El análisis más detallado y concreto que hace
Durkheim del castigo es, paradójicamente, el menos
conocido entre sociólogos y penitenciaristas. En toda
la bibliografía sobre Durkheim y el castigo, apenas
existe alguna referencia a lo que podría considerarse
su afirmación teórica final sobre el asunto, que abarca
tres capítulos de su obra La educación moral, y
proporciona su descripción más acabada y sutil sobre
la importancia y los efectos morales de las medidas
punitivas.
En este trabajo se ocupa de describir los principios
y la pragmática de la educación en el aula, aunque
resulta el escenario perfecto para señalar las implicaciones
específicas de su trabajo teórico. Tal como
la concibe, la tarea de la educación moderna es desarrollar
una moralidad laica y racional, y encontrar
la mejor forma de socializar al niño en esta nueva conciencia
colectiva. El papel del castigo, en este contexto,
es precisamente el mismo que ejercen en la sociedad
en general la expresión y el reforzamiento de la moralidad
social, de manera que su análisis del castigo
en el aula puede considerarse una extensión a la teoría
que desarrolló en su trabajo previo.
Un aspecto importante de la teoría durkheimiana es
que la moral laica moderna –que está abierta a la
discusión racional y no depende del misticismo ni de
la fe ciega característica de las religiones– se percibe,
sin embargo, como “sagrada” y “trascendental” en
cierta manera. Incluso en la sociedad moderna: “El
dominio de la moral está como cercado por una barrera
misteriosa del alcance de lo profano”. Es este
un dominio sagrado. Este sentido de lo “trascendental”
es, conforme a Durkheim, la autoridad de
la sociedad y de las convenciones sociales tal como
las experimenta el individuo, aunque no es menos
poderosa por reconocerse “hecha por el hombre en
vez de divina”.
Pero, como señala más claramente en este contexto,
el castigo no puede crear autoridad moral por sí mismo;
por el contrario, implica que ya existe una autoridad
y que esta ha sido quebrantada. La creación de
esa autoridad y sentido de lo sagrado es, de hecho,
un trabajo de entrenamiento e inspiración moral que
continúa en la familia, en la escuela y en cualquier
parte de la sociedad.
Si bien el castigo no es el centro de la moralidad
social, sí es un componente esencial y necesario de
cualquier orden moral, y desempeña un papel crucial
en prevenir el derrumbe de la autoridad moral. Entonces,
el papel del castigo es demostrar la realidad
y la fuerza de los mandamientos morales; el castigo
es un medio de transmitir un mensaje moral y de
indicar la fuerza del sentimiento que lo sustenta.
Sobre este punto es preciso señalar que Durkheim no
pretende entender el castigo en todos sus aspectos
sino tan solo señalar el contenido moral y los efectos
sociales moralizantes. El aparato coercitivo de la penalidad,
que consta de amenazas, restricciones físicas,
multas y demás, le resulta interesante solo como medio
de transmitir la pasión y el mensaje moral.
Así, el castigo ideal para Durkheim es el de la expresión
pura, una afirmación moral que expresa condena
sin perseguir otros fines. Como menciona en
determinado momento, “el mejor castigo es el que
pone la culpa […] en la forma más expresiva y de
menor costo” (Garland, 2006).
Críticas a la obra de Durkheim
La descripción que hace Durkheim del castigo, sin
duda tiene limitaciones, en la medida en que el castigo
tiene otras características, otras causas y otros
efectos. Su obra es en buena medida un relato unidimensional
que se refiere al contenido y a las consecuencias
morales del castigo, así como al papel
que este desempeña en el mantenimiento del orden
moral.
Por ejemplo, Durkheim escasamente analiza los aparatos
e instrumentos del castigo. El arsenal de medidas
punitivas con que cuentan las instituciones penales
(regímenes carcelarios, restricciones físicas, sanciones
monetarias, medidas de supervisión) le interesa solo
en tanto que es un medio para transmitir pasiones y
mensajes morales a un público sensible. Dado que dichas
instituciones funcionan como técnicas de control
del comportamiento o como formas de regulación
disciplinaria, Durkheim no las considera verdaderos
fenómenos morales y, por lo tanto, quedan por fuera
de su horizonte analítico.
De manera similar, Durkheim no dice nada sobre la
manera como las instituciones penales son influenciadas
por todas aquellas fuerzas sociales (como las
consideraciones económicas, las ideologías políticas, los desarrollos tecnológicos, las concepciones científicas
o los intereses profesionales) que tienen poco
que ver con pasiones morales o una conciencia colectiva.
Asimismo, su concepción de conscience collective es
sumamente problemática en numerosos aspectos, así
como el argumento de que las sanciones y leyes penales
son su fiel encarnación. Dado que es lícito pensar
que las sociedades modernas y pluralistas tienen
un “conjunto de creencias y sentimientos comunes
al ciudadano promedio”, parece apropiado entender
este fenómeno más como un logro político de los grupos
culturales dominantes, cuyas visiones particulares
del orden social han alcanzado cierta hegemonía, que
como un conjunto dado de valores que de una u otra
forma son compartidos por consenso.
En este sentido, es errado pensar que instituciones
como el derecho y el castigo simplemente reflejan
valores que todo el mundo comparte. Estas son más
bien agencias activas que imponen ciertos valores,
y cuyas prácticas cumplen una función crucial en la
obtención de apoyo a la moralidad dominante.
De igual forma, se debe poner en duda la afirmación
gratuita de Durkheim, según la cual las medidas penales
encarnan de alguna manera valores que son compartidos
por todos. Como sus críticos han indicado
con insistencia, no es “la sociedad como un todo”
quien proclama leyes y castiga criminales, sino, más
bien, élites legislativas y funcionarios profesionales,
cuyas prioridades y preocupaciones particulares pueden
dar lugar a una versión autorizada de moralidad
social que no es universalmente compartida. Y por
más que las “reacciones pasionales” que Durkheim
atribuye al público sean reales (para la imaginación
posfreudiana tales emociones resultan en exceso asépticas y circunspectas), estas solo son indirectamente
efectivas en la formulación y ejecución de las
políticas criminales modernas.
También se puede argumentar (siguiendo a Foucault)
que el énfasis de Durkheim sobre el ritual público del
castigo está por completo fuera de lugar en las sociedades
modernas, dado que las medidas penales
tienden a ser desplegadas “detrás de la escena” de la
vida social, en instituciones cerradas y situadas en los
márgenes de la sociedad, por lo que no son conducidas
en público y a la vista de todos (Foucault, 1977).
Esta es una crítica importante, pues apunta a una
distinción crucial en los sistemas penales modernos
entre la declaración del castigo, que continúa siendo
un ritual que acapara la atención del público y de los
medios, y la ejecución del castigo que actualmente,
y de manera característica, ocurre a puerta cerrada y
presenta un nivel de visibilidad mucho más bajo. De
hecho, se puede argumentar que el castigo moderno
opera a través de una estrategia doble: una dirigida
a expresar, educar y tranquilizar a la opinión pública
(que es la que Durkheim describe), y otra dirigida de
manera más concreta a regular la conducta desviada;
por tanto, su interpretación queda confinada a una
esfera particular del castigo y no al sistema completo.
No obstante, las limitaciones de alcance interpretativo
no deberían impedir apreciar el valor intrínseco de
la obra de Durkheim. De hecho, todas las perspectivas
sociológicas existentes presentan la misma limitación,
pues ni Durkheim ni ningún otro autor han
pretendido desarrollar una teoría exhaustiva sobre el
funcionamiento interno y externo del castigo. La visión
interpretativa de Durkheim ofrece una forma de
comprender aspectos importantes de esta compleja
institución y vincularlos a otros fenómenos de la vida
social (Garland, 2007).
REPLANTEAMIENTO DE LA OBRA DE DURKHEIM
A la luz de las anteriores observaciones parece necesario
reformular la tesis durkheimiana en los siguientes
términos. Los procesos del castigo no necesariamente
promueven la “solidaridad social” en el sentido que
Durkheim sugiere. Deberían considerarse como un
intento ritualizado de reconstruir y reforzar las relaciones
de autoridad existentes. Siempre que haya límites
a tal autoridad, o pugnas de autoridad, el efecto de
los castigos sobre estos límites y estas pugnas dependerá
de la capacidad retórica que se emplee en tal
circunstancia y de la receptividad del público. Al igual
que todos los rituales de poder, el castigo debe ser
escenificado y divulgado con sumo cuidado para obtener
los resultados deseados, y solo se tendrá éxito
cuando lo permita el ámbito de fuerzas circundante.
De manera que se sugiere replantear el argumento
central de Durkheim: que el castigo es funcional para
la sociedad. Evidentemente desempeña unas “funciones”:
sanciona cierta clase de reglas, reprime ciertas
conductas, expresa emociones y reafirma formas específicas
de autoridad y creencia. Sin embargo, estas
reglas, conductas, emociones, creencias y formas de
autoridad no siempre coinciden con la “sociedad”
ni están sancionadas de tal manera que fomenten
la armonía social. También es necesario analizar los
efectos del castigo en relación con intereses, relaciones
sociales y resultados específicos; sin olvidar que lo
que es “funcional” desde un punto de vista puede no
serlo desde otro (Garland, 2006).
Sobre este aspecto, conviene mencionar que a partir
de la década de 1970, varios autores proponen una
nueva lectura de Durkheim, sobre todo teniendo en
cuenta los textos póstumos y los que salieron a la luz a mediados del siglo XX. Giddens, por ejemplo,
sostiene que existe en la obra del autor francés una
continuidad fundamental, a pesar de las diferencias
que pueden observarse en cuanto al énfasis en lo
individual o en lo social, y que esa continuidad puede
percibirse si se toma como hilo conductor del pensamiento
durkheimiano su interés por lo político, el
Estado y las relaciones de poder entre Estado, individuo
y sociedad civil, que, pese a no ser siempre
una constante evidente, pues a veces se encuentra
velada o es abordada en el curso de la discusión de
otros temas, constituye la secuencia lógica que le da
cohesión a su obra (Girola, 2005).
Por lo tanto, el replanteamiento de la obra de
Durkheim puede darse en dos sentidos: uno, considerando
a la sociedad como unidad dinámica en la
que se interrelacionan constantemente diversos procesos,
en un escenario donde los actores no siempre
participan, por las limitaciones que subyacen de las
relaciones del poder, y, en efecto, no puede darse
una “cohesión social frente a las amenazas anómicas”
(Elbert, 2005). Dos, haciendo una relectura del
pensamiento durkheimiano para comprender el sentido
de su obra, y construir una teoría del castigo
con los elementos que la sociedad del siglo XXI ha
adaptado en su forma de vida.
Conclusiones
El legado de Émile Durkheim a la sociología del castigo
abre perspectivas teóricas y señala vínculos que
permiten comprender los fundamentos del castigo y
su función y significado social, pese a que algunas de
sus interpretaciones son parciales.
Durkheim logra trasladar la atención de los aspectos
administrativos y gerenciales del castigo –que conforman la imagen moderna de penalidad– hacia sus aspectos
gubernamentales, sociales y emotivos. En lugar
de considerar que un mecanismo utilitario está involucrado
en el restringido aspecto técnico del control del
delito, se observa una institución que también opera
en un registro simbólico distinto y cuya resonancia se
extiende al nivel tanto social como psicológico de la
emoción individual (Garland, 2006).
De acuerdo con su obra, el castigo es, ante todo, un
proceso moral cuya función es preservar los valores
compartidos y las convenciones normativas en que
se basa la vida social. El castigo es una institución
que fundamenta su energía y el respaldo que le da
fuerza en los sentimientos morales de la comunidad;
sus formas simbolizan y establecen juicios morales; y su efecto más importante consiste en reafirmar y
fortalecer el orden moral en que se basa (Garland,
2007). El delito también forma parte, en cuanto elemento
funcional, de la fisiología y no de la patología
de la vida social. De allí que el delito, en los límites
cuantitativos y cualitativos de su función psicosocial,
no solamente sea un fenómeno inevitable, sino también
parte integrante de toda sociedad sana (Molina,
1994).
Así, en la sociedad industrializada hay una división
del trabajo, por lo que cada individuo desempeña
un rol, el cual será importante en la sociedad; en
efecto, el delincuente es funcional dentro de la sociedad,
pues el delito hace parte de los roles de la
sociedad, es un dinamizador social.
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