Se presenta una síntesis bibliográfi ca de los principales factores de riesgo y protección relacionados con la manifestación de conductas violentas. De manera más específi ca, y tras una selección de los estudios de investigación más signifi cativos hasta la fecha, este trabajo orienta su objetivo fundamental al análisis de aquellos factores que en el contexto familiar pueden afectar el origen, el desarrollo o la paliación de la expresión de comportamientos antisociales durante la adolescencia. Sin embargo, y con una fi nalidad introductoria, se hace previamente una exposición de las teorías que fundamentan la existencia de tal relación, así como su continuidad durante la vida adulta.
Factores de conducta criminal, conducta delictiva, investigación, delincuente juvenil, familia (fuente: Tesauro de política criminal latinoamericana - ILANUD).
A bibliographical synthesis is off ered around the main risk and protection factors relating to the manifestation of violent conducts. More specifi cally and after having selected the most meaningful research studies made to this date, the essential objective of this work is oriented toward the analysis of those factors likely to aff ect, in the family context, the origin, development or mitigation of antisocial behaviors expressed during adolescence. However, and for the purposes of an introduction, the theories serving to support the existence of any such relationship between factors and behaviors are exposed as well as its continuity during adult life.
Criminal behavior factors, criminal conduct, research, juvenile delinquent, family (Source: Tesauro de Politica Criminal Latinoamericana - ILANUD).
Apresenta uma síntese bibliográfi ca dos maiores fatores de risco e proteção associados com a manifestação de comportamentos violentos. Mais especifi camente e após uma seleção dos estudos de investigação mais signifi cativos até a data, o presente trabalho guia seu objetivo fundamental à análise dos fatores que em um contexto familiar afetam a origem, o desenvolvimento ou a paliação da expressão dos comportamentos anti-sociais na adolescência . No entanto e com um propósito introdutório, uma exposição das teorias que sustentam a existência de tal relação é feita anteriormente, bem como sua continuidade durante a vida adulta.
Fatores de conduta criminosa, criminalidade, investigação, delinquente juvenil, família (fonte: Tesauro de política criminal latinoamericana - ILANUD).
Son diversas las investigaciones que han dado
una explicación de los factores que infl uyen en el
desarrollo del comportamiento humano, advirtiendo
en todo caso que debería hablarse de una etiología
multifactorial pero individualizada, esto es, que
tenga en cuenta las características personales de
cada sujeto.
Estas investigaciones no cuestionan que la interacción
del conjunto de factores psicosociales son
los que demarcan en el individuo su trayectoria futura;
es decir, la controversia nature vs. nurture, a
la que tantos años se ha pretendido dar respuesta
se considera ahora, más que una dicotomía, una
necesaria e inseparable relación al explicar el comportamiento,
entendiendo cada una de las manifestaciones
mediatizada por un innumerable conjunto
de factores.
En este sentido se podría afi rmar que sería demasiado
ambicioso tratar de controlar el comportamiento
humano en su conjunto, así como en la
delimitación de sus causas, pues más bien debería
hablarse de correlaciones ante la presencia de determinados
eventos y la probabilidad de que estos
marquen trayectorias vitales.
Ahora bien, en relación con el tema que aquí se
trata, uno de los más urgentes en la literatura criminológica
actual, se advierte sobre la necesidad de
conocer los factores que siendo controlables pueden
predecir comportamientos disruptivos en años posteriores.
Más concretamente, dicha necesidad se debería
extender no solo a la importancia de su determinación
sino, y en última instancia, a dos objetivos
fundamentales: i) la puesta en práctica de medidas
preventivas que permitan rebajar las tasas de delincuencia
actuales, y ii) determinar cuáles serían los tratamientos
más idóneos para obtener resultados más
satisfactorios y evitar reincidencias futuras.
La razón de estudiar la infl uencia que determinados
factores puedan tener sobre el menor de edad, no
solo ha de entenderse en el sentido negativo de las repercusiones
causadas –o mejor dicho, su interacción –,
sino que el interés es describir cuáles serían aquellos
factores que no solo puedan mitigar los efectos de
ciertos estresores vitales o circunstancias personales
adversas, sino que también favorezcan la inserción o
modifi cación conductual del joven delincuente.
El cometido principal del presente trabajo se
basa en los factores de riesgo y en los factores de
protección, delimitando su aplicación al contexto
familiar y al menor de edad. Esto es, qué factores
del ámbito familiar afectarían en años posteriores,
en sentido negativo o positivo, la posible carrera
delictiva de los jóvenes. Sin embargo, basta advertir
que tal limitación o concreción temática se sustenta
sobre todo en el escaso espacio disponible, esto no
indica que otros factores o contextos sean menos
relevantes (grupo de iguales, rasgos de personalidad,
factores biológicos, etc.).
En el citado contexto, la necesidad de delimitar
los factores de riesgo se asienta en la trascendencia
de conocer qué posibles variables repercuten en
mayor medida en la probabilidad de cometer delitos
en el futuro, entendiendo que tal identificación sería la clave para establecer las medidas de prevención
adecuadas. Por su parte, esta propuesta podría llegar
incluso a ser más ambiciosa, al entender no solo la
diferente infl uencia en cada uno de los sujetos, sino
que cada uno de los factores podría favorecer la comisión
de unos delitos más que otros1. La concreción
de cuáles serían los factores de riesgo y el porqué de
su identifi cación se consideraría imprescindible para
instaurar los correspondientes controles y medidas
de prevención; tratándose de una puesta en práctica
que se haría efectiva no solo atendiendo la existencia
de diferencias individuales, sino también los desencadenantes
externos al sujeto o factores extrínsecos.
En términos genéricos, según Farrington & Welsh
(2007), la delimitación conceptual de los factores de
riesgo hace referencia a la capacidad de predicción
de futuras ofensas durante la infancia de determinadas
variables; ahora bien, tal y como indican los autores,
la comprensión de tal acepción se tiende a emplear
de una manera polarizada, esto es, separando
a la población según los niveles alto-bajo en que se
manifi esta variable o categorías extremas. Continúan
diciendo los autores que la mayoría de los estudios
realizados hasta la fecha se extienden a la investigación
y medida de los factores individuales, familiares,
grupo de iguales, estatus socioeconómico2, así como
del estado civil del sujeto o a la presencia o ausencia
de empleo, habiendo prestado especial interés
en los últimos años a las infl uencia de la comunidad
y del propio vecindario. Se trata de un conjunto de
factores que medidos durante la infancia y la adolescencia señalan el riesgo de desarrollar determinadas
conductas ilícitas en el futuro, más que la actual inclinación
del propio sujeto.
En este sentido, señalan que el mayor problema
respondería a la difícil tarea de acotar cuáles son los
factores que ciertamente marcan una relación directa
o causal, y cuáles otros se correlacionarían con determinados
acontecimientos o situaciones vitales. En
este sentido, entienden que la categoría de factor de
riesgo sería atribuible a aquellas variables defi nidas
por: i) asociarse a un resultado; ii) presentarse con anterioridad
al mismo, y iii) predecir un determinado resultado
habiendo controlado posibles variables espúreas3.
A todo ello, añaden la caracterización de dichos
factores en cuanto a su establecimiento, persistencia,
frecuencia, escalamiento o desistencia en relación con
el desarrollo de conductas antisociales en años posteriores.
Del mismo modo, advierten sobre la posibilidad
de relacionar un factor de riesgo con diversos resultados,
y viceversa, entendiendo que la presencia de variables
moderadoras pueden alterar, o incluso establecer,
diferentes dirección y grados de manifestación de
los resultados previsibles para un mismo factor.
Unido a lo anterior, estos autores ya referían en
años anteriores algunas matizaciones respecto a la
delimitación de los factores de riesgo a edades tempranas,
indicando conforme a ello que (Loeber &
Farrington, 2001):
• Tanto los factores de riesgo presentes en la infancia
como en la adolescencia se encuentran situados
en las diferencias individuales, familia, grupo
de iguales, escuela, y la comunidad o vecindario
donde los menores desarrollan sus vidas.
• Es probable que aparezcan a edades tempranas,
destacando como los más trascendentes tanto las características individuales (complicaciones
al nacer, hiperactividad, búsqueda de sensaciones,
temperamento difícil) como el contexto familiar
(padres con comportamiento antisocial o
delictivo, abuso de sustancias en los progenitores,
prácticas de crianza defi citarias, maternidad
durante la adolescencia).
• De manera aislada estos factores no explicarían
la delincuencia, sino que sería su interacción y su
infl uencia a edades tempranas lo que explicaría
una mayor probabilidad de aparición posterior.
• Los factores genéticos no pueden ser excluidos,
pero cada vez la evidencia muestra en mayor
medida la infl uencia del contexto en la aparición
de las consecuencias a lo largo del tiempo.
• Podrían encontrarse factores comunes en distintos
delincuentes, pero la combinación y ponderación
de su infl uencia varían entre los individuos.
Siguiendo con ello, indican Godwin & Helms
(2002) que, a pesar de los avances que hasta el momento
se han producido respecto a la determinación
de los factores que favorecen la aparición y el
desarrollo del comportamiento violento, la complejidad
en la delimitación se ve incrementada debido
a la difi cultad de controlar posibles interacciones.
Además, refi eren que la concreción de los factores
de riesgo durante la juventud es más complicada
que la misma determinación durante la adultez, no
solo por los cambios madurativos en dichas edades
y la vulnerabilidad individual a sufrirlos, sino también
porque tales variaciones debieran explicarse
atendiendo a las diferencias de sexo.
En general, los factores que diferencian los autores
anteriores se recogen en el siguiente esquema:
Antes de continuar, cabría puntualizar sobre la distinción
entre los factores incluidos en la “historia” del
sujeto y los otros defi nidos por los autores como “contextuales”.
La difícil tarea de saber dónde englobar a
cada uno de los factores incluidos en sendos grupos
responde más a saber diferenciar si, efectivamente, la
situación supuesta que está infl uyendo sobre el sujeto
lo hace en el momento presente; esto es, en su estado
actual, lo que se refi ere concretamente al “contexto”.
Eso no excluye, e. g., que situaciones prolongadas de
criminalidad en los padres o de maltrato puedan repetirse
en el futuro, factores que agravan y favorecen
en mayor medida el desarrollo de comportamientos
antisociales posteriores. Es decir, que si bien podría
entenderse que determinados factores pueden infl uir
en mayor medida en determinadas etapas vitales por
aumentar el riesgo de victimización y consecuentemente
la vulnerabilidad a ser víctima, también habría
que advertir que dicho peligro puede de igual forma
manifestarse en años ulteriores. Con respecto a esto,
basta advertir que esta edad de comienzo marcará
una importante diferencia en la concreción del tipo,
frecuencia, gravedad y posible desarrollo de la conducta
antisocial durante la etapa adulta.
Siguiendo con la tabla anterior, y en referencia
con el tema los factores de riesgo relacionados con
el contexto de desarrollo del sujeto y no con las características
individuales, los autores anteriores indican
que la aparición de la violencia, incluso las tasas
de criminalidad, estaría directamente vinculada con
el incremento de los problemas sociales. Se refi eren
a vivir en zonas desorganizadas o en núcleos urbanos
de altos niveles de criminalidad, sufrir abuso o
negligencia, la carencia de modelos adecuados, el
acceso a armas, el rechazo de los iguales o la afi liación
a grupos delictivos, dando respuesta mediante
estas últimas situaciones al incremento de tiroteos y
asesinatos en los colegios durante los últimos años.
Conforme a esto último, y adelantando a la descripción
de los factores que dentro del contexto familiar
pueden incidir más en el desarrollo de comportamientos
violentos durante la juventud, O´Toole (1999)
indica que los factores con mayor poder predictivo de
tales atentados serían las relaciones disfuncionales
con los progenitores, la falta de intimidad, la existencia
de patología en uno o ambos padres y el acceso a
armas, entre otros aspectos. Este autor también menciona
la importancia de que la dinámica familiar en las
citadas condiciones sería un promotor de la aparición
y continuidad en la adultez de las manifestaciones antisociales,
pero que igualmente habría que considerar
el entorno escolar, los rasgos de personalidad y la dinámica
social como variables mediadoras, incluyendo
en esta última el uso de alcohol y drogas, así como la
infl uencia de las nuevas tecnologías.
Si bien es cierto que la manifestación temprana
de violencia y delincuencia pueden considerarse
como marcadores de riesgo en el mantenimiento y
agravación de comportamientos antisociales durante
la edad adulta, también es correcto advertir que no
todos los individuos llegan a manifestarlos. En este
sentido, no solo actúan diversos factores de riesgo en
los distintos individuos, sino que además de mediar diferencias
individuales también habría que considerar
las variadas interacciones entre los propios factores,
por lo que las combinaciones y consecuencias podrían
ser ilimitadas. Este último aspecto podría responder al
porqué determinados sujetos no llegan a desarrollar
ciertos comportamientos delictivos o, en su caso, desisten
en su continuidad.
En relación con lo anterior, la importancia de diferenciar
un apartado para delimitar la conceptualización de los factores de protección radica en la necesidad
de tomar conciencia de que, verdaderamente,
también podrían fomentarse desde etapas tempranas
programas de intervención para prevenir la delincuencia.
Así, no solo con la detección de los factores de riesgo
pueden desarrollarse programas en sentido inverso
para evitar su aparición, sino que con la determinación
de ciertos factores de protección pueden fomentarse
que tales adversidades se vean aminoradas.
En esta línea, no hay que entender un factor de
riesgo como la cara opuesta de un factor de protección,
al igual que tampoco podría entenderse que un
tratamiento efectivo funcionase exclusivamente con
la supresión de situaciones de riesgo –muchas de ellas
imposibles de modifi car–, sino que lo más adecuado
sería esa complementariedad o mediatización de los
factores de protección partiendo de una modifi cación
contextual desde el momento de la detección del riesgo.
E. g., un estilo educativo permisivo o negligente
por parte de la madre podría favorecer que el menor
aprendiera patrones disfuncionales de comportamiento
durante los primeros años de vida, y como
no es posible suprimir dicha fi gura de su vida, lo mejor
sería realizar una intervención sobre los patrones
maternos para que el menor aprendiera de ellos. En
sentido general, se podría decir que no solo se debe
modifi car una situación cuando es detectada, sino
que además debe complementarse con una opción
factible de comportamiento o soluciones alternativas
a la problemática actual y atendiendo siempre a las características
del caso concreto.
De Matteo & Marczyk (2005) plantean que si
bien lo que pudiera entenderse por factor de riesgo
dependería del contexto de aplicación, lo adecuado
sería apostar por una amplia defi nición que abarque
tanto infl uencias internas o externas sobre la persona
en cuestión, así como aquellas condiciones que
pudieran quedar vinculadas o predecir consecuencias
negativas en el futuro, como sería el caso de la
delincuencia o comportamiento antisocial. También
afi rman que en los últimos años son cada vez más
los estudios que identifi can los factores de protección
y su papel en la delincuencia juvenil.
Godwin & Helms (2002) describen que entre
los factores de protección podrían encontrarse la
presencia de un temperamento resistente, éxito
escolar, control comportamental, modelos educativos
pertinentes, ausencia de abuso de sustancias,
niveles de autoestima adecuada, inexistencia de
historial de violencia, infl uencia positiva de compañeros
y acceso a las fi guras parentales, entre otros,
lo que personalmente defi niría como aquel conjunto
de factores que, de un modo u otro, infl uirían en
la corrección, paliación o reducción de la potencial
carrera criminal4.
Del listado de variables que conforman el conjunto
de factores de protección en la paliación del
desarrollo de comportamientos antisociales, Lösel
& Bender (2003) indican las siguientes variables:
genética, factores prenatales y perinatales,
psicopatología, habilidades cognitivas, variables
temperamentales y de personalidad, habilidades
y cogniciones sociales, emoción y motivación,
pensamiento sobre uno mismo (autoestima),
familia, escuela, grupo de iguales, compañero
sentimental, orientación religiosa, estado socioeconómico,
vecindario o área residencial, nuevas
tecnologías, cultura, situación legal o ser víctima
en la actualidad.
Sintetizando lo anterior, podría decirse que una
de las investigaciones más actuales sobre la delimitación
de los factores de protección es la de Lösel &
Farrington (2012), que incluyen las categorías representadas
en el siguiente esquema:
Por su parte, y atendiendo a la defi nición de factores
de protección, diversos autores indican que no
solo una misma variable actúa, a su vez, como factor
de riesgo y protección, sino que además, dentro de
este último grupo, su acción puede ser tanto de manera
directa como intermediaria –modifi cación de
otras variables directamente infl uyentes– (Lösel &
Farrington, 2012; Loeber & Farrington, 2012). E. g., el
nivel de inteligencia entendida como variable independiente
puede actuar, también, como factor de
riesgo o de protección cuando los niveles son bajos
o elevados, respectivamente.
En este contexto, y aludiendo a la edad, Loeber
& Farrington (2012) indican que los factores de protección
quedarían defi nidos como aquel conjunto
de variables que predicen la baja probabilidad de aparición de los comportamientos violentos durante
la juventud, entendiendo la infl uencia de tales
factores antes de los 12 años y su posible manifestación
desde los 13 hasta los 18 años de edad.
En defi nitiva, se entiende por factores de protección
aquel conjunto de variables que, pudiendo o no
ser sustancialmente iguales a los factores de riesgo,
o bien variando en sus niveles de manifestación, actúan
en cada sujeto, directa o mediante la interacción
de otras variables, impidiendo o mitigando la aparición
de ciertas consecuencias, sean estas para la persona
en cuestión o para la sociedad en su conjunto.
Respecto al desarrollo de los comportamientos antisociales
durante la juventud, podría decirse que la
persona no siempre es consciente de cuáles son los
factores que realmente hayan frenado su potencial
delictivo, sobre todo cuando este no ha llegado a
manifestarse. En sentido contrario, y conforme a la
defi nición anterior, un menor infractor que recibe tratamiento
terapéutico y que vive en un medio familiar
que, antes favorecedor de comportamientos antisociales, se ve ahora modifi cado, podría percibir que
tales modifi caciones contextuales, unidas a la autoconsciencia
personal del riesgo, harían efectivo que
tal medio familiar pudiera actuar como una variable
mediadora, paliativa o modifi cativa de la reincidencia
posterior de los citados comportamientos, es decir,
existiría una cambio en la catalogación del medio.
Finalmente, habría que señalar que con la acepción
“Autoconsciencia Personal del Riesgo” (APR) es
bueno mencionar la importancia que tiene el propio
reconocimiento de haber realizado tales comportamientos
antisociales, entendiendo el cambio unido a
la aceptación de su ocurrencia; esto es, el efecto de
los factores de protección surgiría en los supuestos
en que este último grupo de variables actuasen sobre
el menor que ya hubiera manifestado comportamientos
antisociales (posteriores a la infl uencia de los factores
de riesgo y tras modifi car sus consecuencias).
Entiendo esa autoconsciencia como la capacidad
del menor de edad (con base en su etapa madurativa
y no tanto en su edad cronológica) para ser consciente
de que los comportamientos violentos realizados
supondrían importantes consecuencias tanto
para él mismo como para terceras personas, siendo
efectiva la modifi cación del comportamiento a largo
plazo solo cuando existiera conciencia del daño y se
percibiese la necesidad de cambio.
En relación directa con los factores de riesgo
se encuentra la formulación de las diversas teorías
criminológicas, las cuales intentan establecer una
explicación acorde y coherente con lo que sería no
solo el momento de aparición de las conductas antisociales,
sino también en el curso y pronóstico de
su infl uencia. Incluso podría decirse que las distintas
teorías explicativas de la criminalidad se asientan,
en su mayoría, en una selección de tales variables;
esto es, si bien las teorías más actuales consideran
la mayoría de factores que pueden infl uir en la potenciación
de ciertos comportamientos durante la
adultez, su foco de discusión solo abarca una parte
de estos, motivo sufi ciente para afi rmar la necesidad
de la complementariedad entre las diferentes
teorías criminológicas existentes al día de hoy.
No obstante, y lejos de hacer una revisión detallada
de las teorías criminológicas más completas de nuestros días, lo que se pretende es observar la
existencia o no de la continuidad entre los factores
que, infl uyendo desde la primera infancia y adolescencia,
terminan por marcar determinadas pautas
de conducta en la vida adulta.
Tal y como sugieren Quinsey, Skilling, Lalumiere
& Craig (2004), una gran cantidad de investigaciones
demuestran la incuestionable infl uencia de la familia
y el grupo de iguales en el desarrollo de la delincuencia
juvenil, lo cual, y como ya se dijo en un primer
momento, llega a confi rmar que dichas infl uencias
cambian según se trate de preadolescencia o adolescencia
en sí misma.
Los autores anteriores corroboran de nuevo la
ya mencionada continuidad en el desarrollo de las
conductas violentas, manifestaciones que no quedan
asentadas exclusivamente en el hogar o grupo
de iguales, sino que los propios profesores califi can
como disruptivas dentro de la propia aula. Del mismo
modo, pero en este caso de mayor envergadura
social, tendrían cabida las manifestaciones de actos
antisociales que ya comienzan en la juventud a tomar
contacto con el sistema de justicia. E. g., ubicando un
primer arresto en una edad inferior o igual a los quince
años, los delitos cometidos por estos menores tendrán
como características principales su frecuencia y
tipología, entendiendo que serán más propensos a la
comisión de futuros ilícitos y que, además, este tipo
de falta se incrementaría en dolo y gravedad con el
paso de los años. Por su parte, la delincuencia tardía
(a partir de los 15 años) tiende a abandonarse en la
adultez temprana frente a la permanencia en la etapa
anteriormente referida (Quinsey et al., 2004).
Godwin & Helms (2002) refi eren que el historial
de los factores de riesgo incluiría el conjunto de
experiencias pasadas que predisponen durante la
juventud al desarrollo de conductas violentas, indicando
que sería antes de los 14 años el momento
clave para discernir las conductas que en el citado
período pudieran resultar más crónicas y persistentes
que en etapas posteriores.
Como afi rma Howitt (2002) “las experiencias en
la infancia serían importantes en el desarrollo de la
criminalidad. Sin embargo, no todos los criminales
mostrarían sus índices de criminalidad a edades tempranas.
(…) la delincuencia sería razonablemente
predecible de manera temprana en algunos menores.
Igualmente, el comportamiento antisocial sería
una forma de delincuencia juvenil predictora de la
delincuencia en la adultez” (pp. 94 y 95).
Llegado a este punto, sería interesante plantearse
la existencia de tipologías delictivas que relacionen
la diversidad de factores y momento de aparición
en la vida del menor; es decir, ¿hasta qué punto podría
“clasifi carse” la predicción del comportamiento
delictivo según una tipología de menores infractores?
Para dar respuesta a esta pregunta son diversas
las investigaciones que han sido llevadas a cabo. Se
repasan a continuación algunas de ellas.
En su primera aproximación, Lahey & Waldman
(2003) indican que uno de los asuntos más trascendentes
se refi ere a la necesidad de distinguir dos aspectos,
a saber: i) cuáles son las características del
menor que favorecen la propensión a la delincuencia,
y ii) cuáles son los factores que determinan que los
menores tendrán una mayor probabilidad de desarrollar
conductas antisociales en el futuro. De este
modo, y si bien entienden que son múltiples los factores
que contribuyen al establecimiento de la conducta
antisocial, también enfatizan que dicha contribución
se ve mediatizada por la edad del menor.
En esta línea Moffi t (2003), en su revisión de diez
años de investigación sobre el desarrollo de una taxonomía
del comportamiento antisocial, propone
que deberían diferenciarse dos prototipos de sujetos:
a) aquellos en los que el comportamiento antisocial
persiste a lo largo de su trayectoria vital, entendiendo
que esta conducta tiene sus orígenes en la infancia
(life-course-persistent off enders), y b) aquellos otros
en los que las manifestaciones antisociales quedarían
limitadas a la adolescencia y adultez temprana, siendo
por lo general el resultado de procesos sociales
(adolescente-limited off enders).
Respecto a esta última distinción, Farrington
(2012) cita algunas de las posibles explicaciones sobre
la continuidad del comportamiento disruptivo
mencionado por Moffi t para cada una de las dos trayectorias
aludidas anteriormente. Explica el establecimiento
temprano de posteriores carreras delictivas
como consecuencia de la imitación de modelos antisociales,
o la falta de cariño de los progenitores, entendiendo
a su vez que las secuencias de su manifestación
dependerán de la actuación de determinados
factores situados en años posteriores. En este sentido,
unos eventos vitales se concentran y son más característicos
de ciertas etapas importantes, como la
ausencia de empleo o su grado de satisfacción, traslado
del hogar, contraer matrimonio o divorciarse,
(…), los cuales pueden situarse desde la adolescencia
tardía. Del mismo modo, afi rma que tanto el establecimiento temprano como una larga duración o
trayectoria de la carrera criminal serían refl ejo de un
alto potencial antisocial en años posteriores, refi riendo
que dicha frecuencia y severidad tendría su pico
álgido de manifestación alrededor de los 18 años.
Según lo anterior, y si bien es cierto que tras diversas
investigaciones se ha podido comprobar la importancia
en la delimitación temporal y contextual de la
aparición de los factores de riesgo, se vuelve a incidir
en que dicho vínculo no debiera tratarse de manera
causal. Unido a ello, la presencia de psicopatologías
durante la infancia (tanto en el infante como en los
progenitores), las vivencias de maltrato y sus secuelas,
la infl uencia de factores biológicos, o las habilidades
cognitivas del menor, pudieran resultar aspectos de
crucial trascendencia durante los primeros años
de vida, también se incluirían aquí toda una gama de
factores sociales igualmente relevantes.
En relación con esto, otro aspecto importante es si
dicho potencial antisocial se manifi esta en conductas
agresivas reactivas o proactivas durante los primeros
años de vida. Autores como Keenan & Shaw (2003)
lo describen atendiendo a las diferencias individuales
en la regulación tanto emocional como de comportamiento,
distinguiendo entre el comportamiento reactivo
y proactivo como dos posibles manifestaciones de
las conductas disruptivas, y relacionando dicha forma
de afrontamiento situacional con los niveles de arousal.
Ellos indican que la reactividad ante situaciones
estresantes se afronta con llanto irregular, cambios en
los niveles de cortisol, mayor latencia de recuperación
o pobre coordinación motora, factores que se asemejan
a niños hiperactivos, lo que unido a la supervisión y
actuación de los cuidadores principales pueden producir
unas consecuencias para el menor. Así, argumentan
que la irritabilidad infantil unida a los cuidados recibidos,
tendría determinadas consecuencias en el desarrollo
emocional, aspecto que se hallaría íntimamente
vinculado con el desarrollo de conductas agresivas
durante la etapa preescolar. De igual forma comentan
que dicha variable no sería más relevante que otros
factores como la supervisión parental o la infl uencia
del grupo de iguales en edades posteriores.
Respecto a esto último, y aludiendo de nuevo a la
manifestación del comportamiento a edades tempranas,
Stemmler & Lösel (2012) dicen que “el comportamiento
criminal se correlaciona positivamente con
problemas de conducta externalizantes y negativamente
con los internalizantes. (…) la externalización
se encuentra en relación con otros estudios, sugiriendo
el elevado valor predictivo que vincula la agresión proactiva con el desarrollo posterior de comportamientos
externalizantes y delictivos” (pp.195 y 203).
Al haber tratado sobre la delimitación tanto de
los factores de riesgo como de protección, así como
su importancia en la aparición y el mantenimiento
de determinados comportamientos antisociales durante
la edad adulta, el objetivo del presente párrafo
se centra exclusivamente en delimitar su vinculación
con el contexto familiar.
En la delimitación concreta de los factores de riesgo
comprendidos dentro del ámbito familiar, Loeber
& Farrington (2001) dicen que los mayores predictores
del establecimiento temprano de la violencia responden
al tamaño del grupo familiar, habilidades o
destrezas parentales e historial antisocial en alguno
de los progenitores, también citan que esa aparición
temprana estaría situada entre los 6 y 12 años de edad.
Igualmente, indican la necesidad de distinguir entre
dos niveles de infl uencia cuando se habla de factores
de riesgo, a saber, distal and proximal levels, entendiendo
que los primeros actuarían sobre el sujeto por medio de estos últimos. E. g., si bien la pobreza en el
ámbito familiar no tiene por qué infl uir directamente
en el menor, sí lo hará el estrés de los progenitores en
la vivencia de dicha situación crónica.
Del mismo modo, señalan la necesidad de advertir
sobre dos principios cuando se trata de defi nir la
actuación de los factores de riesgo, que son: equifi -
nalidad (equifi nality) y multifi nalidad (multifi nality).
Se entiende el primero como que un mismo resultado
puede tener su origen en diferentes causas, y el
segundo como que un mismo factor de riesgo puede
producir distintas consecuencias en diferentes individuos.
En este sentido, la visualización del comportamiento
antisocial en los padres o la defi ciencia de
habilidades educativas, serían factores de riesgo que
podrían facilitar la existencia posterior de un mismo
resultado; esto es, el inicio de la carrera delictiva en
el menor. Se hablaría, entonces, de equifi nalidad
(mismo resultado a partir de diferentes causas). Por
su parte, un ejemplo de multifi nalidad (o multitud de
consecuencias a partir de una misma causa) sería el
absentismo escolar o el inicio al abuso de sustancias
como resultado de una pobre supervisión parental.
Una representación de todo lo anterior, unido
a la infl uencia de variables individuales, factores de
protección, y a sabiendas de que solamente se trata
de un ejemplo en el que cada caso práctico puede
variar según las circunstancias concretas, quedaría
recogida del siguiente modo:
Son muchos autores los que han centrado en los últimos años su
foco de discusión en el análisis del contexto familiar como uno de los
principales factores de riesgo o desencadenante de conductas antisociales
en la adultez. A continuación se describen algunos de ellos.
Reinherz, Giacona, Hauf, Wasserman & Paradis (2000), llevaron
a cabo un estudio para identifi car los factores de riesgo relacionados
con la predicción de depresión y trastornos relacionados
con el uso y abuso de sustancias en la adultez temprana, en
este caso muchos de los factores podrían ser comunes a ambos
trastornos mientras otros solo predecían determinada sintomatología
en uno u otro caso. En sus conclusiones, y en lo que respecta
a su relación con el factor de riesgo que aquí se trata, afi rman que
el tamaño familiar infl uye directamente en el consumo de sustancias,
del mismo modo que el abuso de estas por uno o ambos progenitores
o incluso por los hermanos. Continúan indicando que
todo esto quedaría a su vez relacionado con un pobre o bajo nivel
socioeconómico, hiperactividad y défi cit de atención en la infancia,
así como con comportamientos disruptivos.
Por su parte, Quinsey et al. (2004) comentan el papel crítico
de la familia tanto en la aparición como en el desarrollo y mantenimiento
de las conductas violentas; ahora bien, describen que
dicho contexto familiar estaría a su vez infl uenciado por variables
muy diversas, como la existencia de un temperamento difícil o de
un trastorno neuropsicológico en el menor, padres delincuentes,
confl ictos maritales, bajo nivel económico, etc., los cuales pueden
infl uir en el inicio de la delincuencia en el menor. En este sentido,
y tras el análisis de diversos autores, Quinsey et al. (2004) concluyen
que debieran delimitarse cuatro grupos de factores en relación
con la infl uencia del contexto familiar:
Características familiares. En este grupo se correlaciona el aumento
de la propensión a delinquir con las siguientes variables:
bajo nivel económico, desempleo, violencia familiar, desacuerdos
maritales, divorcio, violencia doméstica, abuso en la infancia,
etc., entendiendo que no solo su presencia incrementaría el riesgo
sino que, además por no presentarse en la mayoría de casos de
manera aislada, pueden aumentar en mayor medida el riesgo
de desarrollar conductas antisociales en años posteriores.
En relación con lo anterior, los efectos del divorcio no solo repercuten
en el contexto familiar en un momento concreto, sino
que autores como Farrington & West (1993) describen que tales
consecuencias se refl ejarían antes y después del citado evento,
argumentando a modo de ejemplo que el número de delitos decrecería
cuando se está casado e incrementaría ante el divorcio.
Por su parte, y comparando los efectos del trabajo en un mismo
sujeto, se observa que dicho incremento del número de delitos se
produciría igualmente en los períodos de desempleo y viceversa.
De este modo, la separación unida al desempleo serían considerados
factores de riesgo tanto aisladamente como de manera conjunta,
pues su coincidencia temporal puede favorecer en mayor
medida el desarrollo de comportamientos antisociales.
Aquí se refiere no solo a la importancia de la delimitación
del impacto de posibles circunstancias
familiares en la vida del menor, sino también de la
actuación de determinados acontecimientos vitales
una vez ya existan antecedentes de comportamientos
delictivos o vandálicos, lo que repercutiría en la
expresión de conductas violentas.
Por su parte, englobaría el tamaño familiar dentro
de este grupo, pues como dicen Farrington & Welsh
(2007) el número de hermanos puede incrementar el
riesgo de delincuencia durante la infancia, al considerar
que el grado de supervisión parental disminuye
para cada uno de los hijos, lo que se traduce en una
mayor saturación de tareas domésticas y en el consiguiente
incremento de los niveles de frustración,
irritabilidad y confl icto dentro del hogar.
Características de los progenitores. Respecto
a esta categoría, la mayoría de estudios realizados
son de corte longitudinal, que afi rman la trasmisión
de conductas agresivas incluso en las tres generaciones
posteriores. En este sentido, no solo tal comportamiento
del padre al hijo, sino también sobre el
hijo de este último.
Del mismo modo, y en comparación con el colectivo
de no delincuentes, llegan a la conclusión de que
menores cuyos padres presenten sintomatología
depresiva, trastorno bipolar, irritabilidad, abuso de
sustancias o comportamientos antisociales, entre
otras; es más, Capaldi & Patterson (1996) indicaron
que la delimitación del comienzo de la delincuencia
lo marcaba la presencia de padres depresivos o con
comportamientos antisociales, entendiendo su establecimiento
a partir de los 14 años para los menores
en cuyos padres estaban ausentes tales rasgos.
También Huan, Ang & Yen (2010) indican que la
criminalidad en los padres, además de favorecer el
desarrollo de conductas violentas en el menor, también
se relacionaría con el número de comisiones futuras,
esto es la reincidencia. De este modo, señalan
que tanto las experiencias de encarcelamiento de
uno de los progenitores, como la visualización de tales
manifestaciones antisociales, favorecería el desarrollo
de comportamientos violentos y su anclaje
o reincidencia en el futuro cuando tales situaciones
se vivencian durante las primeras etapas
prácticas educativas. Entre los estilos educativos
que mayor riesgo tienen de favorecer el desarrollo
de comportamientos violentos se encuentran
la inconsistencia disciplinaria, el regaño y el castigo
constante, la coerción, la falta de supervisión del
menor y también el refuerzo positivo de ciertas conductas
inadecuadas, entre otros aspectos.
En este sentido, Loeber & Farrington (2001)
señalan las prácticas parentales como uno de los
predictores de mayor infl uencia en el desarrollo
de conductas delictivas, es más, añaden que la potenciación
de jóvenes infractores se vería afectada
por un intercambio bidireccional de conductas inadecuadas
dentro del ámbito familiar; esto es, los
padres no llegan a corregir los comportamientos
desadaptados del menor, este aspecto fomentaría
indirectamente su continuidad a largo plazo.
Por su parte, Bartol (2006) afi rma que la mayoría
de autores estarían de acuerdo en admitir que la
familia sería el entorno social más importante en el
desarrollo del menor, vinculando la existencia de un
estilo de comportamiento hostil en los progenitores
con la expresión en el menor de actitudes egoístas,
descuidadas, desconsideradas o desafi antes.
Relaciones con los hijos. Uno de los aspectos
esenciales en el desarrollo de comportamientos
antisociales lo establece el correcto funcionamiento,
trato y comunicación entre los padres y el menor.
E. g., el abuso sexual en la infancia podría entenderse
como el polo opuesto de una correcta y
saludable relación entre ambas partes, circunstancias
que determinarían un tipo de apego inseguro o
evitativo en el menor y una posible sintomatología
psiquiátrica en años posteriores (trastorno adaptativo,
trastorno de estrés postraumático, etc.).
En cualquier caso, ninguno de los grupos por sí
solo es sufi ciente para explicar el desarrollo de conductas
violentas en etapas posteriores; es más, el
contexto familiar, entendido como factor de riesgo
por comprender determinadas situaciones, tampoco
podría defi nirse como una variable de manera
aislada, sino que a su vez debe considerar otras variables
socioculturales e individuales.
Un importante grupo de variables que aluden al
contexto familiar lo forman las situaciones de adopción,
pues si bien es cierto que cuando se piensa en
dicho contexto se relaciona con la familia biológica,
pero no debe pasar inadvertido la trascendencia de la
relación existente entre los padres adoptivos y el menor
de edad. En este sentido, Atkinson & Yung (2002)
indican que en comparación con menores que no cumplen
tales condiciones, los niños acogidos o adoptados
tendrían una tasas mayores de arrestos y encarcelamientos, circunstancias que podrían agravarse por la
falta de estabilidad en las relaciones con los padres,
pobres califi caciones académicas o por problemas de
salud mental en la infancia, entre otros aspectos.
Por otro lado, en su trabajo empírico sobre la cercanía
o grado de relación entre los progenitores y el
menor, y la infl uencia de este vínculo en la aparición
de conductas antisociales durante la etapa adulta,
Mata & Van Dulmed (2012) identifi can que existe
una vinculación directa e inversa entre la cercanía
con el padre y la cronicidad de tal comportamiento,
entendiendo que una mayor disfuncionalidad en la
relación favorece la cronicidad en la carrera delictiva.
La explicación de la no cronicidad del comportamiento
violento la relacionan con la normalidad
en las relaciones de cercanía con la fi gura materna,
lo que indica que este tipo de vinculación suele ser
atípica con el progenitor de sexo masculino; es más,
argumentan que altos niveles en dichas relaciones
pueden incluso conducir al desarrollo de comportamientos
desadaptados en etapas posteriores.
Respecto a todo lo anterior, uno de los aspectos
más relevantes es la teoría de la transmisión intergeneracional
de la violencia. Esta teoría y entre los
factores de riesgo descritos por Godwin & Helms
(2002) indican que quizá una de las relaciones más
demostradas entre el contexto familiar y la probabilidad
de comisión de futuras ofensas responde
a la presencia de maltrato intrafamiliar, unido a la
carencia de habilidades educativas por parte de los
progenitores, así como la manifestación de comportamientos
antisociales en estos.
Lo que se pretende explicar con esta teoría responde
a que las vivencias de maltrato durante la infancia,
sean estas directas o indirectas, favorecerían
que el menor desarrollase tales comportamientos
a largo plazo en su futuro contexto familiar (Aguilar,
2009). No obstante, y conforme a lo anterior,
también puede suceder que tal infl uencia se refl eje
en una agresividad por parte de los menores a sus
propios progenitores en años posteriores (Morales-
Ortega & Castillo-Bolaño, 2011).
Como se ha mencionado anteriormente, Lösel &
Farrington (2012) son algunos de los autores que con mayor detalle han descrito la importancia de los factores
de protección durante las primeras etapas de
vida y su infl uencia en el desarrollo de los comportamientos
antisociales en momentos posteriores. Estos
autores consideran fundamentales dentro del ámbito
familiar los siguientes factores (vid. Esquema 1):
• Relaciones padres-hijos. Una relación emocional
positiva unida a un tipo de apego seguro durante
los primeros años de vida funcionaría tanto
como factor de protección en la infancia como
factor preventivo de cara al desarrollo de comportamientos
antisociales durante la adultez. En
el mismo sentido, los autores dicen que no solo
una relación estrecha con los progenitores favorecería
la no violencia, sino que si dicho tipo
de vínculo se estableciese solo con uno de ellos
tendría un efecto similar en el proceso de socialización
dentro de un medio de desarrollo estructurado.
Igualmente, los cuidadores principales o
tutores, así como el tipo de relación establecida
con el compañero sentimental durante la adolescencia,
pueden tener efectos similares.
• Comportamientos de los progenitores. El tipo de
crianza unido a las características y la estimulación
por parte de los progenitores, serían aspectos
con un papel intermediario en el desarrollo
de comportamientos violentos durante etapas
posteriores, considerando aquí variables como la
continua y adecuada supervisión, persistencia disciplinaria,
escaso empleo del castigo físico, o la implicación
del menor en las actividades familiares.
Por su parte, estos factores también se favorecerían
desde los contextos educativos, entendiendo
en todo caso la necesidad de complementariedad
y la necesidad de persistencia a la hora de crear y
establecer pautas de conductas desde la infancia.
• Otros factores dentro del contexto familiar.
De este grupo los autores describen factores
tan diversos como el estado socioeconómico,
el estrés familiar o la manera de solucionar los
confl ictos, o los intereses parentales en la educación
del menor; ellos afi rman que los factores
familiares en edades tempranas tienen una
infl uencia mucho mayor en el desarrollo de la
no violencia. E. g., una situación de estrés familiar
por problemas económicos, a la que se
hace frente de manera inadecuada (discusiones
continuas entre los padres, desatención del menor…),
puede actuar como un factor de riesgo,
directo o mediador, en el desarrollo de comportamientos
violentos y viceversa.
En relación con lo anterior, es conveniente indicar
que no solo basta que aparezcan las circunstancias
descritas de manera circunstancial, sino
que es su continuidad temporal la que marcaría el
desarrollo de patrones más estables de conducta
con el paso de los años. Para evitar esto último,
uno de los aspectos de mayor trascendencia lo
constituye el establecimiento de programas de
intervención temprana dentro del contexto familiar.
Así pues, las medidas preventivas no solo
deben encaminarse a una correcta identificación
de los factores de riesgo, sino que el objetivo más
ambicioso de tal detección se plasma en la consecuente
intervención.
En este sentido, y si bien la actuación recae de manera
primordial sobre la persona, en este caso el menor
de edad cuyo desarrollo en potencia puede resultar en
la manifestación de comportamientos disruptivos, no
podría entenderse la efectividad del programa si el
medio en el que se asientan tales conductas no se modifi
ca. Se considera esencial la contextualización de las
primeras o tempranas manifestaciones de la conducta
del menor, entendiendo que el cambio al que se aspira
únicamente es posible si en el propio entorno también
se realizan cambios.
En esta línea, muchos de los programas actuales
orientan sus principales objetivos a la intervención
con los padres. E. g., Piquero, Farrington,
Welsh, Tremblay & Jennings (2008), basados en la
evidencia de que las manifestaciones antisociales
tempranas son un factor de riesgo determinante
para la continuidad de la delincuencia y crimen a
lo largo de la vida, y a sabiendas de que uno de los
principales objetivos es responder a la intervención
temprana, realizan un meta-análisis de un total de
55 estudios de investigación. En este estudio concluyen
sobre la trascendencia de actuar durante
los primeros cinco años de vida, momentos en que
sería crucial dotar a los progenitores o cuidadores
principales de las herramientas necesarias para la
crianza de los menores.
Igualmente, Prinz & Jones (2003) manifi estan
la importancia del objetivo de la intervención temprana
del menor, de manera que en años anteriores
a la preadolescencia el objetivo se concentrase
en los progenitores como agentes clave de socialización;
mientras que en la adolescencia el foco de
intervención llevaría una terapia familiar. No solo
para la intervención se debe considerar la edad del
menor, sino también la de los propios padres, sobre
todo cuando los embarazos suceden durante la adolescencia, lo que da como resultado madres
muy jóvenes y desprovistas de multitud de recursos
(McCord, Spatz & Crowell, 2001).
En relación con lo anterior, Zigler & Styfco (2001)
advierten que la premisa sobre la que se debería trabajar
sería la reducción de estresores vitales en los
padres con la fi nalidad de dedicar más tiempo a los
menores, afi rmando que “si las causas de la delincuencia
son multifacéticas, cuánto más debieran ser
las soluciones”.
Para fi nalizar, es conveniente citar que quizá uno
de los temas más avanzados por la literatura actual,
y en mayor relación con la delimitación de los factores
de protección, lo conforma el término que defi
ne la capacidad personal, no solo de afrontar las
situaciones vitales estresantes, sino también el ser
capaz de rehacerse de aquellas que verdaderamente
pudieran ser dañinas a corto y largo plazo para el
sujeto, a saber: la resiliencia.
Así, e. g., Bartol (2006) afi rma que “los niños
que están expuestos a muchos factores de riesgo,
pero son capaces de superar sus efectos debido a
la presencia de los factores de protección son llamados
resistentes”, lo que liga directamente a los
factores de protección al añadir que “los factores
de protección ayudan a construir resiliencia en niños
y adolescentes”.
En palabras de Yates, Egeland & Sroufe (2003),
el término resiliencia alude a “un proceso continuo
de obtención de fuentes que permiten al
individuo adaptarse a las sitaciones actuales, así
como proporcionarle las herramientas necesarias
para enfrentarse a posibles adversidades posteriores
(…)”. Por su parte, para Masten & Powell
(2003) la resiliencia se refiere a “los patrones positivos
de adaptación en un contexto de riesgo
significativo o adversidad”, entiendo la importancia
de delimitar los factores que actúan en el citado
contexto para así poder definir las variables
que configurarían la resiliencia.
No obstante y en general, como indican Luthar
et al. (2003), la trascendencia radicaría en explicar
la resiliencia desde los diferentes contextos vitales;
concretamente, y en lo que concierne al ámbito familiar,
determinan la importancia de la resiliencia y
vulnerabilidad en hijos de padres alcohólicos, cuando
los padres presentan algún tipo de enfermedad
mental, o cuando existe abuso de sustancias por
parte de la madre, entre otros.
Como se ha podido apreciar, mientras la determinación
de los factores de riesgo es un tema que
ha sido abordado durante décadas por diferentes
autores, no sucede lo mismo cuando se trata de la
caracterización de los factores de protección, los
cuales han empezado a tener más apoyo científi co
en los últimos años.
Respecto a la trascendencia de las vivencias en
los primeros años de vida, y a la continuidad o infl
uencia de dichos acontecimientos, son diversas las
teorías que vinculan la presencia de ciertos factores
de riesgo con el establecimiento y desarrollo de
conductas antisociales durante etapas posteriores.
Concretamente, y en relación con el ámbito familiar,
desde la presencia de patologías en los progenitores
o el posible historial delictivo, hasta el tamaño familiar
o las prácticas educativas, tienen una considerable
importancia en el proceso de socialización. Así,
e. g., y tal como se ha analizado, el desempleo unido
a una situación socioeconómica adversa podría crear
una situación estresante dentro del ámbito familiar,
donde aún no teniendo efectos directos las variables
anteriores sobre el menor, esta última podría infl uir
directamente en su persona (menor atención, presenciar
confl ictos entre los padres, etc.)
En la cara opuesta se encuentran los factores de
protección, observando que su mecanismo de actuación
no solamente impide la presencia o desarrollo
de la violencia, sino que también actuarían como
factores amortiguadores. En este sentido, una de las
características más importantes en la concreción de
los factores de protección responde al desarrollo de
programas de prevención, de manera que podría decirse
que uno de los pilares sobre los que se asienta
su detección tiene como objetivo último el poder
intervenir mediante su promoción el contexto familiar.
La literatura al respecto enfatiza la necesidad de
trabajar con programas terapéuticos familiares desde
etapas tempranas, pues consideran que los primeros
años de vida son el momento idóneo para
paliar posibles consecuencias ulteriores.
Conforme a todo lo anterior, podrían extraerse
las siguientes consideraciones generales:
1. Interacción de factores. Las consideraciones
contextuales han de comprenderse en interrelación
con las características personales, entendiendo
que la trayectoria vital quedaría delimitada
por la interacción de un conjunto de factores biopsicosociales; esto es, la ponderación de la
infl uencia de cada conjunto de variables en cada
persona sería lo que en defi nitiva marcaría su trayectoria
futura (antisocial o no).
2. Momento de la infl uencia. El efecto de las variables
aquí descritas ha de suceder de manera
continuada, pues no basta la mera actuación
circunstancial para entender un vínculo único,
directo y aislado por un solo factor de riesgo o
de protección.
3. Tipo de relación. No podría establecerse de
manera inequívoca una relación causa-efecto,
es más, sería conveniente hablar de variables
mediadores o correlaciones entre un factor determinado
y el efecto o consecuencia que este
produce. En este sentido, sería muy complicado
tratar de controlar cada una de las posibles variables
que podrían tener algún efecto sobre el
sujeto en cuestión.
También es adecuado mencionar que si bien un
determinado contexto –o conjunto de variables
insertas dentro de este– puede favorecer la aparición
de determinadas consecuencias para una
persona, no en todas ellas la manifestación tiene
la misma dirección. E. g., si el estilo educativo
de la madre se caracteriza por ser permisivo
(escaso o nulo control sobre el menor), las consecuencias
variarán según las características del
propio hijo. En este sentido, la presencia de dicho
ámbito familiar cuando el hijo presenta un
diagnóstico de trastorno por défi cit de atención
e hiperactividad en la infancia (TDAH) puede favorecer
la aparición de actos disruptivos para
este último si no se lleva a cabo una temprana y
adecuada intervención.
Se trata, pues, de un claro ejemplo donde un mismo
contexto puede actuar de diferente modo en
distintos sujetos, pudiendo suceder igualmente
a la inversa; esto es, que contextos o ambientes
diferenciados supongan distintas consecuencias
en personas con una genética similar.
4. Vinculación entre los factores de riesgo y de
protección. Como se ha visto a lo largo del texto,
existe una relación directa entre los factores
de riesgo y de protección, y con base en esto se
advierte que:
• Podrían hallarse en una misma variables representada
en sus dos extremos. Tomando como ejemplo la variable inteligencia, esta
podría actuar tanto como factor de riesgo
como de protección, pudiendo favorecer un
coefi ciente intelectual bajo el ser objeto de
bullying y acoso por parte de los compañeros
durante el año académico.
• No siempre un factor de protección supone
la cara opuesta de un factor de riesgo,
sobre todo si se entiende que la supresión
del origen de la manifestación de este último
factor puede resultar positiva para mitigar
las consecuencias a largo plazo. En este
sentido, y atendiendo al caso mencionado
del estilo educativo permisivo de la madre,
habría que diferenciar entre la supresión
del foco que emite un estilo de crianza inadecuado
(madre), de la eliminación de las
conductas inadecuadas que aquel factor de
riesgo puede favorecer en el menor. Así, no
sería lo adecuado “suprimir” a la fi gura materna
de la vida del menor, sino enseñarle
pautas de conducta para el desarrollo de
estilos de crianza más idóneos.
• La identifi cación de los factores de riesgo
supone una de las tareas más ambiciosas en
el desarrollo de programas, de manera que
su detección llevaría a la instauración de mecanismos
de prevención. En este sentido, y
continuando con el ejemplo pasado, si bien el
estilo educativo puede actuar como factor de
riesgo y pueden llevarse a cabo intervenciones
dentro del contexto familiar con la fi nalidad de modifi car dicho estilo de crianza, esta
última consecuencia puede verse igualmente
lograda mediante la actuación de diversos
factores de protección. Así, el apoyo social
percibido, o el nivel socioeconómico, pueden
actuar como factores de protección en la paliación
de la aparición de comportamientos
violentos posteriores.
• En muchas ocasiones no existe coincidencia
entre los factores de riesgo y protección
pues, como ya se ha dicho previamente,
son múltiples y difíciles de controlar en su
totalidad; no obstante, un aspecto esencial
de ellos sería la necesaria complementariedad,
de manera que la sola reducción o supresión
de un factor de riesgo concreto se
viera a su vez favorecida por el refuerzo de
determinados factores de protección.
5. Variables dentro del contexto familiar. Si bien es
cierto que los patrones de comportamiento en
la adultez quedarían defi nidos por la interacción
de un conjunto de factores biopsicosociales,
podría decirse que dentro del grupo de factores
sociales/contextuales (grupo de iguales, escuela,
vecindario,…) la familia representaría un
contexto de incuestionable infl uencia. En esta
línea, respecto al ámbito familiar habría que
considerar las siguientes variables como factores
de riesgo o protección en el desarrollo de
comportamientos violentos posteriores: tamaño
familiar, estado socioeconómico, control del
comportamiento, modelos educativos y pautas de crianza, habilidades o destrezas de los progenitores
o cuidadores principales, presencia del
maltrato durante los primeros años de vida, el
acceso a las fi guras parentales, tipo de vínculo y
grado de comunicación, ámbito familiar y pautas
estructuradas, historial antisocial en alguno de
los progenitores, presencia de patología en los
padres o en el menor, o los casos de adopción,
entre otros aspectos.
6. Edad y consolidación de la conducta antisocial.
Uno de los aspectos más relevantes es la edad
en la que el menor comienza a sufrir las consecuencias
de determinados factores de riesgo,
así como el momento en que la intervención se
lleva a cabo, pues la modifi cación de pautas de
comportamiento tiene unos resultados más prometedores
cuando dicha intervención se realiza
a edad temprana. En este sentido, y como se ha
referido, las manifestaciones antisociales tempranas
serían un factor de riesgo determinante
para la continuidad de la delincuencia y crimen a
lo largo de la vida, a lo que se añadiría una probabilidad
de reincidencia también mayor cuando,
además, al menos uno de los progenitores presenta
un historial delictivo.
No existe duda de que las trayectorias delictivas
tienen su asentamiento durante la niñez y la adolescencia,
pues se ha observado la vinculación
entre la acción de los factores de riesgo a edades
más tempranas y las consecuencias posteriores.
La proyección y la continuidad de la carrera delictiva
es mayor cuando dichas variables tienen
su efecto durante los primeros años, así como es
mayor la relevancia de la intervención temprana
en tales casos. Esto es, los patrones más estables
de comportamiento se asientan desde los primeros
años, momento clave en la intervención, de
manera que, de no actuarse preventivamente,
los comportamientos disruptivos se irán consolidando
hasta llegar a ser más estables y difíciles
de modifi car, sobre todo cuando una vez acabada
la adolescencia estos se siguen manteniendo.
Así, e. g., mientras el grupo de iguales podrá
incentivar al consumo o robo durante la adolescencia,
esto podría comprenderse de manera
circunstancial; es decir, atendiendo a la
edad del menor y a su necesidad integración
dentro del grupo. Su manifestación es debida
a circunstancias concretas o temporales y
no tienden en su mayoría a ser crónicos con
el tiempo, caso contrario, si dicho incentivo se produce unido ya a un historial de maltrato o
a unas inadecuadas pautas de crianza dentro
del ámbito familiar, donde además el menor
no solo habrá establecido patrones más fuertes
de conducta, sino que tampoco gozará de
las habilidades suficientes para modificarlos.
Lejos de ser pesimistas, quizá también el grupo
de pares puede actuar como factor de protección,
esto se refi ere a aquellos casos en los que
el apoyo social percibido por parte de los iguales
supone un importante factor de protección.
Ahora bien, dicho apoyo se percibe generalmente
en etapas más tardías, siendo en los primeros
años de vida cuando los progenitores, así como
los profesores en la escuela, deben cubrir dichos
aspectos.
7. Establecimiento de programas de prevención.
La importancia del desarrollo y la promoción de
los programas de intervención con los padres se
basa en considerarlos los pilares fundamentales
en el proceso de socialización (igualmente extensible
a los cuidadores principales o tutores
del menor). Por esto muchos programas orientan
sus objetivos al establecimiento de unas
adecuadas pautas de crianza, que favorezcan los
lazos emocionales y los vínculos comunicativos
entre los padres y los menores.
Estos programas de entrenamiento parental o
intervención familiar suponen uno de los mayores
retos en la actualidad, pues estos se entienden
como un factor preventivo y de protección
de vital trascendencia en la paliación del desarrollo
de comportamientos antisociales durante los
años posteriores.
De acuerdo con esto, se han destacado dos aspectos
relevantes. Por un lado, se menciona la
“resiliencia” como la capacidad personal de
rehacerse del daño y ser capaz de enfrentarse
a nuevas adversidades y, por otro lado, pero
complementando lo anterior, la acepción de
“Autoconsciencia Personal del Riesgo” (APR) o
la necesidad de ser consciente del daño causado
para poder así modifi car las propias pautas
de conducta. Ambos podrían actuar como preventivos,
entendiendo que la APR favorecería el
cambio cuando se es capaz de asumir los efectos
del propio comportamiento, lo que unido a la
caracterización de la persona como “resistente”
o “resiliente” benefi ciaría el hecho de evitar los
efectos de determinados factores de riesgo.
Lo anterior, e. g., podría ser el caso de un
menor que presentaba un comportamiento
disruptivo desde una edad temprana debido,
entre otros aspectos, a un estilo inadecuado
de crianza por parte de sus progenitores. En
el momento de realizar la intervención a fin de
evitar la continuidad de estos comportamientos,
se considera requisito imprescindible
para el cambio la aceptación de las pautas de
conducta inadaptadas que son objeto de cambio
(APR), llegando con una intensidad terapéutica
pertinente para poder modificar tales
hábitos. Ahora bien, con el paso del tiempo,
este menor que presentaba conductas inadaptadas
socialmente y que fue intervenido
a una edad de 12 años, resulta que en torno
a los 15 se junta con un grupo de iguales que
puede animarlo a la comisión de actos delictivos.
En el caso de negarse el joven y sufrir
desprecio o insulto por parte de los otros, un
temperamento resistente frente a las citadas
consecuencias le hará ser capaz de abordar la
situación con los menores efectos adversos
para su persona. En definitiva, y dentro de
esta ejemplificación, se trataría tanto de ser
consciente del daño causado como de ser capaz
de resistirse a volver a cometer iguales o
parecidas manifestaciones antisociales.
Defi nitivamente, puede decirse que el contexto
familiar supone un núcleo de vital trascendencia
en la expresión de futuras trayectorias delictivas,
por esta razón los principales esfuerzos deben
centrarse en prevenir tales consecuencias
mediante el fomento de los factores de protección
y su actuación a través de programas de intervención,
sin desconocer que otros contextos,
como el grupo de iguales o la escuela, también
pueden tener efectos igualmente notorios, pues
se observa que puede aparecer una misma pauta
de manifestación conductual en más de uno
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