Miedos que se interponen entre la libertad
y la seguridad1
Fears Interfering Between Liberty and Security
Milcíades Vizcaíno G.
Magíster en Educación con especialidad en Investigación Socioeducativa.
Investigador, Universidad Cooperativa de Colombia, Villavicencio, Colombia.
milci.vizcaino@gmail.com
“El miedo, un sentimiento inatrapable por el hombre, a veces tan sutil como la cuerda de una guitarra al cuello y, a veces, tan violento como un temblor de tierra bajo los pies, tan lejano cuando se refleja en el rostro ajeno y doloroso al llevarlo uno bien adentro” (Arturo Alape, 1984: 20). “El camino a la identidad es un interminable campo de batalla entre el deseo de libertad y la demanda de seguridad” (Zygmunt Bauman, en Vieites, Glenda (2006).
Resumen
En el artículo se discute la relación entre libertad y seguridad y el papel que desempeñan los miedos cuando obstruyen su articulación. La tesis central afirma que a mayor impacto de los miedos en los miembros de una sociedad, las expresiones de libertad y de seguridad tienden a restringirse, con el consecuente deterioro de principios democráticos. La argumentación fluye desde los rasgos que presentan los miedos en la actualidad hasta sus causas y consecuencias. El artículo se mantiene dentro de una argumentación teórica cuyas evidencias empíricas serán objeto de búsqueda en una fase subsiguiente de investigación. Los datos mostrarán la direccionalidad de la atención prioritaria. Las conclusiones abren una discusión sobre el papel del Estado y sus instituciones, y acerca del rol de organizaciones civiles y comunitarias en la orientación de una política pública.
Palabras clave: miedo, libertad, seguridad, responsabilidad del Estado, violencia, procesos de control social (fuente: Tesauro de la política criminal latinoamericana - ILANUD).
ABSTRACT
This article discusses the relation between liberty and security and the role fears play when obstructing their articulation. The central thesis argues that the higher the impact fears would have on society, the more restricted the expressions of liberty and security tend to be, thus deteriorating democratic principles. The argument goes from the features fears currently have to their causes and consequences. This article moves within a theoretical argumentation, whose empirical findings shall be the object of research in a subsequent phase. Data will show the directionality of priority attention. Conclusions lead to a discussion upon the role of the State and its institutions and upon the role civil and community organizations play towards the orientation of public policies.
Key words: fear, liberty, security, State responsibility, violence, social control processes (Source: Thesaurus of Latin American Criminal Policy – ILANUD)
1 El artículo hace parte de la investigación que sobre “Ciudad y modernidad: desarrollo económico e integración social de la ciudad de Villavicencio” adelanta el autor con la Universidad Cooperativa de Colombia en la capital del departamento del Meta. El proyecto, en primer lugar, explora en forma amplia percepciones sobre la ciudad, con base en una estrategia de diagnóstico rápido y participativo, mediante el recaudo de información proporcionada por dirigentes del Estado, de la sociedad civil y de sus organizaciones populares. Luego concentra la atención en focos puntuales de problemas referidos al desarrollo urbanístico e institucional, la familia, la educación, la justicia, la cultura, la cohesión social y las anomias. Finalmente examina la conexión entre integración social y desarrollo económico para sugerir política pública en diferentes campos de la acción humana. Un aspecto focal del estudio es la seguridad y convivencia ciudadana, del cual hacen parte estas reflexiones.
INTRODUCCIÓN
Un fantasma ronda por el mundo actual; los miedos
agobian a los ciudadanos y los limitan en el uso de
sus libertades, con lo cual se deterioran los lazos que
sostienen la democracia. Unos datos superficiales y
rápidos bosquejan un panorama. No es una radiografía
completa pero sí muestra algunos indicadores
con los que se compone un escenario que resulta
preocupante cuando se piensa en una política pública
de seguridad que busca neutralizar las causas y los
efectos de los miedos.
En una encuesta realizada en el 2008, el 85% de los
consultados afirman que fueron víctimas de algún
delito en los últimos 12 meses; el 61,8% considera
que Bogotá es una ciudad insegura, y el 84% de
ellos atribuye la inseguridad a la presencia de desmovilizados
(Seguridad y Democracia, 2008). Estos
datos son inquietantes, a pesar de que la tasa de homicidios
en el 2008 registró los índices más bajos en
30 años (El Tiempo, 21 de enero de 2009). Diez años
antes, en el contexto internacional, Colombia alcanzó
a ocupar el tercer puesto entre los países más
violentos del planeta, con una tasa de homicidios
cuatro veces por encima del promedio latinoamericano,
dieciséis veces del de Europa y sesenta veces del
de Asia (Castro & Salazar, 1998). Esta circunstancia
llevó a los investigadores a considerar a Colombia un
país atípico en relación con sus pares de la región.
Quizá por ello, el 31% de su población creía que la
violencia era el principal problema social, mientras
en otros países este porcentaje no superaba el 6%
(Latinobarómetro, 1997).
El tema del “crimen y la violencia y su relación con
la pobreza urbana, la desigualdad y la exclusión social
son una nueva e importante área de interés tanto para los investigadores como para los responsables
de la adopción de políticas” (Moser & Shrader, 1998).
Ello hace relación a un reconocimiento acerca de su
impacto en la población. El incremento del delito colocó
a América Latina en la segunda región más violenta
del mundo (Dammert, 2003). Algunos estudios han
mostrado que “los países de América Latina que registran
más altas tasas de homicidio tienden a presentar
los más elevados índices de pobreza e indigencia, aunque
nada se puede afirmar sobre una relación causal
entre ambas variables” (Gabaldón, 2001)2. En cuanto
a la victimización, “Brasil y Colombia registran, en
general, las tasas de victimización más elevadas para
los tres delitos considerados, es decir, robo, lesiones
personales y agresiones sexuales, reportadas en seis
capitales de los países de América Latina” (Gabaldón,
2001)3. En Colombia, y también en América Latina,
“la violencia y la inseguridad generadas por el terrorismo
y financiadas por el negocio transnacional de las
drogas ilícitas y sus delitos conexos, así como por actividades
criminales como el secuestro y la extorsión,
comprometen el desarrollo económico y social de la
nación, vulneran el Estado de derecho, debilitan la institucionalidad
democrática y victimizan a la población
civil” (Barco, 2003).
Por su parte, la Unión Europea “revela un incremento
de la impunidad en Colombia del 95 al 97% tras implantarse
la justicia oral… el 41% de los victimarios
identificados son menores de 24 años, y muchos de
ellos ni siquiera han cumplido los 13” (Hernández, 2009). Cuando intervienen menores de edad en la
comisión de delitos, el grado de sensibilidad se exaspera
y se crea la expectativa de su rápida solución.
Sin embargo, hay una constatación que desanima:
“…los cambios de naturaleza procesal poco inciden
en la reducción de la criminalidad y de la impunidad”,
dice el informe de la Unión Europea (El Tiempo,
4 de abril de 2009).
2 Se observaron coeficientes de correlación elevados entre ambas
variables: 0,82 entre tasas de homicidios y pobreza [p < 0,05] y 0,86
entre tasas de homicidios e indigencia [p < 0,01]. Cfr. Gabaldón
(2001: 139-149).
3 Se encontró una correlación estadísticamente significativa entre
lesiones e indigencia: 0,75 [p < 0,05]. Otras asociaciones fuertes,
aunque no con una estadística significativa se registró entre lesiones
y pobreza (0,67), robo e indigencia (0,66), y robo y pobreza (0,43).
No existe asociación relevante entre ataques sexuales e indigencia
(0,09) y entre ataques sexuales y pobreza (–0,20). Cfr. Gabaldón
(2001: 139-149).
Quizá dos factores contribuyen a ese incremento de
la impunidad. Por un lado, la acción de poderosos
“capos” que protegen a los victimarios a su servicio.
“El gobierno ofrece 5.000 millones de pesos por
cada uno de ellos con el fin de lograr su captura” (El
Tiempo, 10 de marzo de 2009). Por el otro, “existe
una trama criminal, un verdadero concierto para
delinquir, conformado por contratistas, abogados,
funcionarios, dueños de predios... para ganarse concesiones
con el único propósito de robar al Estado
miles de millones…” (El Tiempo, 22 de marzo de
2009). Uno y otro caso contribuyen a la impunidad y
a contrarrestar la acción del Estado. La implícita concertación
entre ellos bloquea la aplicación de normas,
frena la utilización de mecanismos coercitivos y neutraliza
una función sustantiva del Estado, que consiste
en proteger a sus ciudadanos. Los primeros necesitan
de personas que los protejan, que extiendan sus acciones,
que cumplan sus designios, que lleguen a donde
ellos no tienen capacidad de hacerlo, y que multipliquen
su poder destructor. El dinero es la recompensa,
participar de los bienes acaudalados y compartir sus
beneficios es la gratificación y la motivación para hacer
parte de su grupo armado. Los segundos buscan
el dinero como motivador, se orienta su proceder a
buscarlo por los medios que sean más eficaces, que
generen menos riesgos y que aseguren impunidad.
Ambos caminos desembocan en desinstitucionalización,
lo que equivale a decir desarme de poderes del Estado para actuar a nombre de los ciudadanos.
Las repercusiones se desplazan por el escenario público
hasta penetrar en todas sus instancias. Cuando
el gobierno reacciona, el problema ha crecido en tal
proporción, que su erradicación requeriría replantear
nuevamente su misma composición y organización.
En Colombia, la Procuraduría General de la Nación, a
través de su Instituto de Estudios, abordó la realidad
psicológica de jueces, fiscales, procuradores, defensores
y presos en cárceles. El estudio reveló que “9 de
cada 10 servidores de la justicia tienen algún tipo
de actitud impulsiva, obsesiva o ansiosa” (El Tiempo,
20 de abril de 2009)4, la cual incide en la administración
de justicia. La investigación elaboró un perfil psicológico
y construyó tipos característicos como los disociales,
los paranoides y los compulsivos. Encontró en
los disociales (el 51% de los analizados) una tendencia
a violar normas o a desconocer los derechos de los
demás. De ellos, un 2,3% manifestaba un trastorno
de personalidad en ese sentido. Igualmente constató
que un 35,2% de los entrevistados mostró rasgos
obsesivo-compulsivos, con ideas fijas sobre determinados
temas. El estudio identificó, en un 17% de los
casos, comportamientos paranoides, que producen
que un fiscal o un defensor asuman como un asunto
personal los procesos y actúen de una forma menos
objetiva cuando toman decisiones. Finalmente, el estudio
evidenció que, en el 16% de los casos, se reportan
“rasgos ansiosos”, es decir, manifestaciones
de tensión emocional, temor, inseguridad y miedo a
la crítica. Si la justicia se ve obstruida por mecanismos
espurios y si la debilidad de sus funcionarios es
evidente, obviamente la administración de esa justicia se ve resentida, lo cual, a su vez, es un indicador de la
reducción de condiciones democráticas.
La gran violencia, aquella que afecta las macroestructuras,
hace mella en la población. Pero también
la violencia cotidiana, la que ocurre en la relación interpersonal,
que se ha convertido en un problema
de salud pública (Briceño-León, 2007: 541-574). Los
140 mil homicidios anuales en América Latina expresan
la existencia de una guerra silenciosa, no declarada,
de violencia cotidiana. Es la violencia “societaria”
que no tiene fines de lucro ni expectativas de reivindicación
política y que actúa en las microestructuras
de la vida cotidiana (Vizcaíno G. & Laguado, 2002a;
2002b). La salud mental es afectada con trastornos
de ansiedad (para el 19,3% de los colombianos), con
trastornos del estado de ánimo (15,0%), con ideaciones
suicidas (12,3%), y con cualquier trastorno
mental (40,1%) (Colombia, Ministerio de Protección
Social, 2003: 24).
Método
El documento es un avance del proyecto “Ciudad
y modernidad”, que incluye aspectos focales, como
el desarrollo urbano, la organización espacial, las
inmigraciones, la actividad de sectores económicos,
sociales y culturales, la integración social, la justicia,
la educación y la seguridad, entre otros asuntos. En
el estudio se utilizan procedimientos variados, de
acuerdo con las preguntas que se desean resolver.
En este documento se privilegia un marco analítico
abstracto como límite referencial que apunta a una
verificación empírica en una fase subsiguiente. La relación
entre conceptos, articulada con base en estudios
previos en espacios sociales y políticos diferentes, inclina
el peso de la exposición hacia elaboraciones que requieren pruebas en el contexto que se estudia en la
ciudad de Villavicencio. Esto, sin embargo, no invalida
sino que da sentido al proyecto en su conjunto y al
caso particular que relaciona los miedos y la seguridad
en la constitución de espacios democráticos.
Resultados
Se descubrió un panorama oscuro, en el cual está
comprometida la salud pública (Reinecke & Davison,
2002; Cuéllar & Paniagua, 2000). En este horizonte
se hace urgente preguntar por la influencia de los
sentidos socialmente compartidos para que los conflictos
se resuelvan con violencia y para que se generen
miedos en los ciudadanos. Podemos indagar
en estudios realizados y en teorías construidas para
comprender estos fenómenos que ocurren en la modernidad
de la vida urbanizada.
Por los clásicos de la sociología sabemos que los aspectos
normativos son inoperantes si no existe una
internalización cultural de ellos y unas instituciones
que la garanticen. La pregunta específicamente sociológica
por la cultura es aquella que indaga por el sentido
de la acción social y por la cristalización de este
en las instituciones que los hombres construyen en su
vida cotidiana. Los aspectos normativos que guían la
acción social están organizados de manera jerárquica
y coherente, aunque se presentan, en todo caso, conflictos
normativos relacionados con la identidad colectiva
y los límites de la convivencia en común.
En las prácticas sociales existen pautas que orientan
la acción colectiva, implicando en ella los actos normativos.
Estas son las normas colectivamente construidas,
compartidas y sostenidas por medio de la
interacción social (Berger & Luckmann, 1998). Las
normas sociales tienen un alcance mayor que las legales y, en caso de contradicción entre ellas, lo más
posible es que el individuo opte por acatar las sociales
sobre las legales (Elster, 1990). Cuando esto
ocurre, significaría una débil internalización de estas
y, por tanto, una desinstitucionalización.
Los generadores de los miedos revelan deficiencias
en la socialización de normas sociales y legales en
tanto no las practican. Obviamente, nos referimos
a las normas institucionalizadas, por ser reconocidas
como legítimas tanto en su contenido como en los
medios utilizados para ello. Esta precisión obedece
a que la ausencia de normas no es concebible,
toda vez que la acción social tiene en ellas su marco
de interpretación. Si no están presentes las normas
legítimas, estarán sustituidas por otras que no alcanzan
tal legitimidad para el conjunto de integrantes
de la sociedad. En todo caso, esas normas son
adoptadas por un subgrupo o un sector reducido.
Este es el caso de los generadores de los miedos.
Sin duda, ellos obedecen normas sociales, aprobadas
entre ellos, reconocidas por ellos y practicadas
por ellos. No hay, como respaldo, normas legales que
provengan de la legitimidad de un Estado que esté
detrás de las actuaciones generadas por ellos y que,
en nuestro caso, generen miedos. Ello revela la confrontación
entre esas normas sociales y las normas
legales defendidas por las instituciones del Estado,
como la justicia, la policía y, en general, los órganos
del poder público.
Quienes padecen los miedos también experimentan
un choque normativo entre normas sociales y normas
legales. Esta vez, las normas legales se ven como
incapaces de contrarrestar los generadores de los
miedos o, en todo caso, de neutralizar su acción. Por
su parte, las normas sociales de interacción social,
de consolidación de un tejido de relaciones positivas
entre las acciones de los individuos, se ve limitada,
porque quienes sufren los miedos pierden sus
conectores con la colectividad y quedan reducidos a
los resortes de su individualidad. Este aislamiento les
otorga un sentimiento de soledad y de privación del
respaldo esperado en los otros como soportes de su
vida colectiva. En suma, experimentan la ausencia de
solidaridad. Es la era del vacío vivencial (Lipovetsky,
1986; Berger & Luckmann, 1997) en el cual no aparecen
los actores pero sí sus acciones.
Cuando las acciones tienen un espacio de influencia
desconocido, su impacto es impredecible. Los límites
no están preestablecidos sino que entran en el mundo
de la incertidumbre. Los actores han escondido su
identidad y entrado en la oscuridad, en la cual no son
fácilmente reconocidos. La anonimia les permite funcionar
sin restricciones y sin las posibilidades de ser
contrarrestados. Cuando los espacios de actuación
social se expanden y ganan el terreno de lo global, a
fortiori los actores pierden su visibilidad y no son reconocidos.
Ejemplos, la contaminación atmosférica,
la afectación de la capa de ozono, el calentamiento
global, el efecto invernadero, el deshielo polar, los
tornados o los huracanes. En el mundo de la sociedad,
la producción de miedos personales es reconocida
en sus actores por la relación cara a cara entre
ellos. En cambio, cuando la expresión de los miedos
está mediatizada, sus actores ganan en anonimia y
se encuentran camuflados. En el mundo global, los
fenómenos de incertidumbre frente al empleo, las
crisis económicas, la pobreza o la democracia pertenecen
a un espacio en el cual no son exigibles las
consecuencias de las actuaciones. Ello no quiere decir
que no existan y no sean identificables sino que
se requeriría una autoridad de ese nivel que tenga el
poder de establecer normas y lograr su obediencia.
Como una consecuencia de lo anterior, se consolida
un ambiente de temor, desconfianza e inseguridad
que irriga los espacios sociales y de relación humana.
En este contexto es que se concentra la atención en
los miedos colectivos como problema de salud pública
que tiende a agravarse en el futuro inmediato (Rosenberg,
Mercy, Annest, 1998; Rosenberg & Fenley,
1991). Las implicaciones públicas son cada vez más
claras. Un informe de la Organización Mundial de la
Salud lo anunciaba:
“The health and social consequences of violence are much broader, however, than death and injury. They include very serious consequences for the physical and mental health and development of victims. Studies indicate that exposure to maltreatment and other forms of violence during childhood is associated with risk factors and risktaking behaviors later in life (depression, smoking, obesity, high-risk sexual behaviors, unintended pregnancy, alcohol and drug use) as well as some of the leading causes of death, disease, and disability (heart disease, cancer, suicide, sexually transmitted diseases)” (WHO, 2002).
Si los cincuenta años recientes, en particular en Colombia, se han caracterizado por variadas formas de agresión entre los seres humanos, ya tenemos, al menos, dos generaciones de víctimas con las secuelas mencionadas. Los miedos, en consecuencia, no son un elemento sobreviviente sino que ha estado incrustado en las vidas de los ciudadanos. Esa incrustación ha implicado un alto grado de sedimentación que la asocia con temas de desconfianza, deslegitimación, aislamiento, reducción de frecuencia e intensidad de relaciones placenteras, prevenciones y, en suma, pobreza de posibilidades de construcción colectiva.
Los miedos no son nuevos
Enfrentar miedos no es una noticia reciente en la historia
de la humanidad. Desde el comienzo de los tiempos,
los seres humanos han experimentado miedos.
Inicialmente la naturaleza se sobrepuso a las capacidades
humanas como una espada de Damocles que
perseguía a hombres y a mujeres hasta doblegarlos
mediante el reconocimiento de su incapacidad y limitaciones.
Después fueron los hombres mismos los
que subyugaron a otros hasta hacerlos sus esclavos y
arrancar de ellos el producto de su actividad humana.
Luego fue la opresión de pueblos a otros pueblos, con
el despojo de sus recursos y de sus posibilidades de
vida en territorios que las tradiciones les habían encomendado
para su uso y beneficio (Duby, 1995). Los
miedos permanecieron como locales, pero los imaginarios
cambiaron y se hicieron globales. Ayer el campo
constituía el contexto dentro del cual actuaban
nuestros congéneres, hoy es la ciudad la que da forma
a nuestro quehacer, por ser el escenario principal que
moldea nuestras vidas (Reguillo, 1999).
Durante los cincuenta años recientes, América Latina
ha estado marcada por el signo de la modernización.
A medida que los años transcurren, la amalgama de los
procesos económicos con los sociales, políticos y culturales
se hace más clara. Se abandona un esquema de
vida pegado a las tradiciones y a una concepción estamental
para dar curso a esquemas de pensamiento
que dirigen las vidas en un escenario de apertura y de
despliegue hacia los mercados libres, organizaciones secundarias
y decisiones basadas en las individualidades.
La modernización prometía estar asociada al optimismo,
la libertad, la transparencia y la convivencia social
pacífica. Esto, sin embargo, no ocurrió de esa manera.
Los hechos fueron contundentes en mostrar debilidades de sus presupuestos. Los indicadores económicos
mostraban los resultados más impactantes de los
veinticinco años finales del siglo XX, mientras que la
subjetividad escondía una gran inseguridad, en tanto
los miedos se incrementaban. Tres tipos de miedos se
colocaban en primer plano: miedo al “otro” como
potencial agresor, miedo a la exclusión económica y
social, y miedo al sinsentido en la cuestión social que
parece estar fuera de control (Lechner, 1998)5.
En la ciudad se evidencian más los miedos. Esto no
significa que en la ruralidad no existan o que el incremento
se deba a la ciudad misma. La ciudad no
es la causante de su existencia, pero sí el ambiente
en el cual ellos prosperan como terreno fértil para
su reproducción. Con el tránsito de la modernidad
a la posmodernidad, los riesgos se multiplican y las
ciudades se convierten en vertedero de problemas
que son engendrados, gestados y consolidados en la
globalización (Bauman, 2007: 119).
A medida que las ciudades entran en la modernidad
líquida, se desarrolla una inflación de los riesgos
en comparación con aquellos presentados en las
organizaciones rurales (Segura, 2006). Las ciudades
contemporáneas se constituyen en los escenarios o
campos de batalla en donde se encuentran, chocan y
luchan poderes globales, por un lado, e identidades
locales, por el otro. La dinámica resultante es lo
que caracteriza a las ciudades en la actualidad. Sin
embargo, si bien se presenta esta confrontación en
todas ellas, no ocurre del mismo modo en todas
(Bauman, 2007: 116-117). De ahí la necesidad de
observar sus especificidades. No basta la historia
única; hay que ir a las historias de las diversidades.
5 La tasa media de crecimiento fue de 5,3%, mientras que la media de inflación no superó el 11% para la región latinoamericana, según datos de Cepal citados por Lechner.
En las ciudades contemporáneas ya se habla de una cultura del riesgo (Giddens, 1993), de una comunidad del miedo y de incremento de la sensación de inseguridad (Beck, 1998). Esta situación no queda ahí como dominio de un sector de la sociedad encargado de su control sino que “tiene efectos sociales y políticos” y “estructura en gran medida nuestra experiencia social” (Castel, 2004: 12). Esos efectos sociales y políticos constituyen el foco de atención de este documento por cuanto son la base de las representaciones sociales que moldean las formas de vida urbana de los pobladores. Bien sabemos que esas representaciones sociales dan sentido a las percepciones y orientan actitudes y comportamientos en el quehacer social de las personas.
Libertad y seguridad
La tesis focal sostiene que las formas de criminalidad
y de agresión de los seres humanos son la fuente de
los miedos generalizados. Igualmente se sostiene que
a medida que se incrementan las agresiones entre los
seres humanos, se desata un sentimiento de conciencia
de su existencia y de sus efectos, al mismo tiempo
que de impotencia frente a los medios disponibles
y aquellos que se requieren para contrarrestar esas
agresiones. Allí está la fuente de la inflación de los
miedos.
En la medida en que los miedos se incrementan y
su potencia es mayor, la articulación entre libertad
y seguridad se obstruye y, con ello, se debilitan los
canales democráticos. La convivencia en la ciudad
significa compartir espacios, circular por lugares comunes,
coincidir en actividades y en medios para
obtener fines. Se supone que a mayor complejidad
urbana, mayores probabilidades de interacción con
base en la necesidad del “otro”.
Las sociedades de la posmodernidad o de la modernidad
líquida se enfrentan a un dilema entre libertad
y seguridad. Si prefieren poner énfasis en la
libertad, es porque reducen las posibilidades de control
de la seguridad, y, contrario sensu, si escogen
fortalecer la seguridad, están presionadas a reducir
libertades de los ciudadanos. El mundo y sus relaciones
han cambiado sustancialmente. En épocas de
Freud se planteaba que los problemas de la modernidad,
en su gran parte, provenían de la renuncia a
la libertad para conseguir más seguridad. En cambio,
en la actual modernidad líquida, los individuos se inclinan
más hacia las libertades pero con su renuncia
a parte de su seguridad.
Sin embargo, no puede ponerse la confrontación en
una polaridad sino hay que buscar los puntos medios,
el equilibrio entre libertad y seguridad. Ambas
son indispensables en la vida social como en la
política y en la economía. A pesar de su autonomía
relativa, el esfuerzo y el reto actuales consisten en
dosificar su aplicación. Conceptual y teóricamente
la disonancia es soportable; la práctica, en cambio,
genera insatisfacciones, que se deben afrontar políticamente.
Se debe reconocer que no se puede ser del
todo libre cuando se exigen mínimos de seguridad y
que una mayor seguridad es restrictiva de libertades.
En todo caso, hay que liberar a los ciudadanos de los
miedos, porque su existencia no los deja ser libres, ya
que ellos son el resultado de la inseguridad (Bauman,
2008).
El eslogan sería: “La seguridad nos hará libres”. Si
“el desarrollo puede ser considerado como un proceso
de expansión de las libertades reales que disfruta
la gente” (Sen, 2000), sus limitaciones restringen la
aplicación de esas libertades y, en suma, la reducción
de espacios democráticos.
A medida que la modernidad avanza con los tiempos
actuales, los niveles de individualidad se hacen más sólidos
y las instituciones tienden a reducir su carga de
control. Ello es posible, resulta más eficaz y viable, a
condición de que los individuos dispongan de espacios
de libre ejercicio de sus iniciativas, con la esperanza de
que no encontrarán tropiezos que frenen su expansión
en los términos de la seguridad. Cuanta más individualidad
sea posible, más se requiere la solidaridad, es decir,
la presencia activa del “otro” como un congénere
participante en la ocupación de los espacios sociales y
culturales con quien construir lazos comunes (Augé,
1995). Si los individuos se enfrentan a condiciones adversas,
surgen mecanismos de defensa y se desatan
formas de ataque de unos a otros sin más reglas que
aquellas que cada quien pueda implantar para salir
bien librado de la falta de consensos. El Estado está llamado
a hacer presencia legitimadora de las relaciones y
a abrir espacios de convivencia.
De esta tesis se derivan proposiciones de menor cobertura
conceptual. Una de ellas dice que hay seres
humanos que han experimentado llevar a otros hasta
los límites del sufrimiento ajeno sin reparar en la
conmiseración ni en el sentimiento de temor o de
lástima por el otro. Otra proposición dice que esos
límites han invitado a generar conductas repetitivas
que se convierten en rutinas de actos violentos que
tienden a multiplicarse. Una más afirma que, lejos
de producir sensibilidad en la población, con las mayores
tasas de acciones de seres humanos en contra
de sus congéneres, la población se ha insensibilizado
de tal manera que las reacciones son precarias
en comparación con los hechos mismos aislados
o en conexión de unos con otros. Otro planteamiento
derivado dice que el grado de imitación es tan
recurrente que ha llevado a la justicia a dar muestras
de claudicación y a ofrecer medidas de cierre que dejan intactos los resentimientos, el dolor y la falta
de reparación de las víctimas, es decir, a inaugurar
formas de impunidad que prolongan de una generación
a otra los efectos de las conductas violentas.
Lo anterior invita a pensar en la necesidad de un Estado
fortalecido y en una sociedad civil activa que
reivindique la política y el sentido comunitario para
clausurar una fase de la historia con una esperanza
viva en un “¡Nunca más!”.
Los miedos están asociados con los espacios en los
que se producen. En un ambiente de guerra, los temores
de los actores y de la población son concretos,
con capacidad de cautivar los sentidos y de generar
sentimientos que desbordan los miedos mismos.
En un ambiente de riesgos naturales, los miedos se
concentran en las posibilidades destructoras de la
naturaleza sola o impulsada por la mano del hombre,
con las consecuencias derivadas ante las cuales
los seres humanos reconocen sus limitaciones. En un
contexto de agresiones de unos seres humanos a
otros en sus propiedades, en su intimidad, en sus bienes
o en sus ejercicios como seres humanos, los miedos
generan reacciones que intentan sobrepasarlos
o neutralizarlos con las consecuencias de perder las
fuerzas y aceptar la derrota. En la sociedad moderna
hay miedos cuya autoría está claramente identificada,
pero ello ocurre solo en algunos casos, porque,
en la mayoría de ellos, quien los origina está escondido
en el anonimato. En este caso, que se constituye
en la generalidad, los orígenes y motivaciones de los
miedos son ambivalentes, por su carácter abstracto
y encubierto.
La ciudad no es sólo una condición espacial ni una
delimitación demográfica o productiva; es una conducta,
una forma de vida determinada por las características
de tamaño, densidad y heterogeneidad.
Estas características ejercen un efecto sobre la condición
social de la vida colectiva con sus problemas de
convivencia y de lucha por los medios de subsistencia.
La vida urbana es un modo de vida con sus contactos
sociales impersonales, superficiales, transitorios y
segmentados con agregados humanos que irradian
las ideas y prácticas que llamamos civilización (Wirth,
1938: 1-24). El aumento cuantitativo involucra cambios
en el carácter de las relaciones sociales respecto
de formas de vecindad, familiaridad, conocimiento e
integración (Weber, 1977). La ciudad se caracteriza
por albergar personas de diferente origen geográfico,
familiar, racial, cultural, social y político que no se
conocen ni se relacionan todas de la misma manera.
Solo unas conocen a otras pero ninguna conoce a
todas ni se relaciona con todas ellas. El anonimato es
una característica de la vida en la ciudad en medio de
la multitud. La heterogeneidad de estatus y grupos
de estatus, de oficios y de ejecutores, hace que se
acepte como una norma de la ciudad la inestabilidad
y la inseguridad (Wirth, 1938: 1-24). Los individuos,
como los grupos, son tangenciales y solamente se
intersecan de manera ocasional.
También sabemos que hay miedos sutiles, indefensos,
leves, que afectan en forma limitada en número,
en eventuales daños, en consecuencias (Bauman,
2007). Pero que están ahí y que actúan. También hay
miedos cuyo impacto es duradero, con hondas repercusiones,
porque afectan a numerosas personas,
devastan zonas de tranquilidad cuya recuperación
se extiende en el tiempo con recursos no previstos.
Pero el miedo más miedoso es aquel que toma por
sorpresa, aquel que es difuso, disperso, poco claro;
aquel que no tiene causa o actor conocido o reconocido,
que se esconde tras la multitud y se camufla en
la legalidad. En ocasiones flota, sin rumbo determinado
ni impulsor a la vista. Es la incertidumbre, el rumbo desconocido, el autor no identificado y el futuro incierto
(Vásquez Rocca, 2008a; 2008b).
Con estas aclaraciones vamos a los puntos centrales
de la argumentación a sabiendas de que los aspectos
señalados son retomados una y otra vez para llevar
un hilo conductor en la exposición.
Rasgos actuales de los miedos
Los miedos corresponden a la misma estirpe de la
sociedad que los produce. No son distintos, porque
quien los incuba deja sus huellas de identificación
y los concibe como una de sus realizaciones. Teóricamente
es la apelación a un principio sociológico
reivindicado por Emilio Durkheim en el sentido de
que un fenómeno social tiene su explicación en otro
fenómeno social y no por fuera de él como su generador
(Durkheim, 1964: 155-156). La paternidad no
viene de un elemento extraño, desconocido ni ajeno
a la sociedad misma en la cual ocurre tal fenómeno
sino que, por cuanto es producido por ella y es reconocido
como la prolongación de su identidad.
Los miedos del pasado llevaban la identificación de
la sociedad que los producía, es decir, una sociedad
moderna pero con una modernidad dura, fuerte,
estable, repetitiva, consolidada, firme, pegada a su
molde y a su estructura funcional. Los miedos son,
de igual manera, persistentes, duraderos, sólidos y
cumplen la función de estabilizar la sociedad y de
afianzarla en los marcos de existencia, vale decir su
estructura, poder, arquitectura y valores.
Los miedos actuales tienen el sello de la modernidad
que atravesamos como sociedad, es decir, una modernidad
“líquida”, flexible, voluble, en la que los
modelos y estructuras sociales no tienen la pretenpretensión
de permanencia y de estabilidad sino de rapidez,
de ciclos cortos y de volatilidad. El sentido de
caducidad invita a pensar en la posibilidad de sustitución
rápida y a ensayar nuevos elementos que
circulen con la rapidez del tiempo. La desaparición
de referentes que puedan consolidar una prolongación
de la existencia hace que los miedos fluyan en
sucesiones sinfín. No desaparecen los miedos, incluso
no alcanzan a identificarse en todos sus efectos,
cuando son sustituidos por otros. Sin embargo, entre
ellos hay una continuidad tal que, aparentemente,
tienen el mismo carácter y naturaleza. Los eslabones
entre unos y otros no permiten establecer fisuras
de tiempo y de espacio sino que ganan el sentido de
una línea como sucesión de puntos sin interrupción
entre ellos.
En este orden de ideas, los miedos de la modernidad
actual son generalizados, por cuanto afectan a
poblaciones enteras sin más discriminación que el
grado de afectación con el cual se perciben. Por ello
los análisis de percepciones, como en el caso de los
estudios de seguridad, cumplen una función de gran
importancia para la orientación de la política pública.
Los miedos actuales son producidos por anónimos
pertenecientes, sin embargo, a un género que sólo
se le identifica por sus rasgos generales y por referencias,
muchas veces, indirectas. En su difusión desempeñan
un papel las organizaciones familiares y de
vecinos que se transmiten experiencias de haber pasado
por circunstancias similares o que narran hechos
reales que les han sucedido en algún momento de sus
vidas. Los medios de comunicación, particularmente
los informativos, hacen la labor de difusión ante los
consumidores de esos medios. Imágenes, narraciones,
descripciones, testimonios, casos llevados a noticia,
son elementos de apoyo de eventos que se encargan de afirmar miedos entre los pobladores expuestos a
eventuales circunstancias similares a las presentadas.
Los miedos adquieren límites cuya definición no
está prevista. De acuerdo con la personalidad social,
unos miedos son asimilados como de escaso impacto,
mientras que otros adquieren una relevancia tal
que limita acciones públicas e inhibe la relación con
los demás ante la sospecha de ser agredido por ese
“otro” anónimo pero dispuesto a transgredir límites
de respeto a la existencia ajena.
Los medios utilizados no siempre pueden ser previstos
por el potencial agredido. Este desconocimiento
hace que el miedo multiplique su potencialidad,
pero no prepara, de la misma manera, a la víctima
para reaccionar al impacto de la agresión. La asimetría
agresor-agredido está a favor del primero que se
coloca en ventaja con las posibilidades de lograr los
mejores resultados.
Tampoco las consecuencias pueden ser imaginadas
por parte del agredido. Al agresor no le interesa este
aspecto en la medida en que no hace parte de su
objetivo, ni su cálculo lo hace más eficiente en
su acción premeditada. En cambio, el agredido debe
cargar no sólo con el hecho de agresión sino con las
consecuencias que tal acto provoca. El peso de los
efectos de una acción connota, por ellos mismo, sensación
de impotencia y ella incrementa los miedos de
los eventuales agredidos.
La vida urbana, por sí misma, y la vida moderna se
han encargado de generar actores sociales dispuestos
a producir o difundir miedos entre la población,
que brotan en cualquier parte con una fuerza irresistible,
con un vigor a toda prueba y con unas consecuencias
imprevistas. Información empírica puede ser allegada como prueba. Las cifras de delitos contra
la vida y la integridad personal, las personas y
bienes, la libertad individual, la familia, el patrimonio
económico, la fe pública, la seguridad pública, la
salud, la administración pública y contra el Estado,
son una demostración del nivel de miedos que tienen
los pobladores. Las series estadísticas que muestran
ascensos y descensos así como continuidades a
lo largo de los años cumplen la función de advertir
la estabilidad de un factor determinante de los miedos.
A mayor número de hechos de criminalidad y a
mayor volumen de contravenciones, la sensación de
miedos entre la población crece. Si esos hechos son
difundidos por medios de comunicación masiva, su
poder de expansión otorga una dosis adicional a los
miedos originales.
“La amenaza y la inseguridad siempre han sido condiciones
de la existencia humana” (Beck, 2008) y no
particularidades de una generación o de una época.
Sin embargo, esto fue más cierto en el pasado
que en el presente, porque había menos condiciones
de los seres humanos para tomar las decisiones
pertinentes en cada circunstancia. Hoy los recursos a
mano son más abundantes pero también la cantidad
y la profundidad de los riesgos tienden a desbordar
los medios a disposición de los seres humanos. Si
antes los riesgos estaban asociados a devaneos de
la naturaleza, hoy lo están frente al conocimiento y
a la toma de posición de poderes supranacionales
para ejercer control de prevención. “El riesgo representa
el esquema perceptual y cognitivo de acuerdo
con el cual la sociedad se moviliza cuando se enfrenta
a la apertura, a incertidumbres y obstrucciones del
futuro autocreado” (Beck, 2008).
Una constatación empírica es que, a medida que
el tránsito de la primera a la segunda modernidad se afianza y se prolonga, más se fortalece la asociación
entre modernidad y riesgo. Los seres humanos somos,
paradójicamente, más vulnerables ahora que en el
pasado. Los hechos vienen unos tras otros y crean
un ambiente de necesidad de mayor seguridad. En las
dos décadas recientes, en América Latina, por lo menos,
se ha considerado la seguridad ciudadana como
uno de los problemas sociales, porque los habitantes se
encuentran bastante preocupados por los fuertes incrementos
de la criminalidad, en particular los delitos
violentos. A pesar de los avances en los temas jurídicos,
de prevención y de acción policial, la represión del delito
no ha sido suficiente para disuadir a sus actores. Las
medidas han tenido que orientarse hacia la prevención
y, sobre todo, hacia una mayor participación de
la comunidad en una alianza entre Estado y sociedad.
Solo si los miembros de la comunidad deciden enfrentar
los factores de riesgo y disponen de los mecanismos
a través de los cuales se denuncia y se previene,
de esa manera la acción policial podrá ser efectiva en
su misión (Rico & Chinchilla, 2002: 5).
Esto es particularmente cierto en aquellos espacios
en los cuales el delito se ha incrustado de tal manera
que ha hecho parte de las estructuras y de las organizaciones
dominantes. Allí la acción de la comunidad
es débil en extender su influencia y, por tanto, los
medios para contrarrestar los actos violentos. Esos
son los principales territorios que generan más miedos
a quienes en algún momento circulan por ellos.
No es solamente el dato de los hechos violentos que
allí suceden sino la apropiación subjetiva de que esos
espacios son fuente de riesgos (Segura, 2006).
La sociedad civil y la sociedad política
La intervención de la sociedad civil es condición necesaria
aunque no suficiente para contrarrestar los
miedos. Se requiere, asimismo, la fuerte acción del
Estado. Si la sociedad civil no está aliada con el Estado
para contrarrestar el origen y los impactos de los miedos,
la democracia queda expuesta a ser una simple
formalidad (Rico & Chinchilla, 2002: 37ss). Se requiere
una objetivación de las relaciones sociales entre individuos
que se vean incluidos en un escenario social
(Simmel, 2002a). La socialización solamente produce
resultados firmes a condición de que la interacción sea
practicada una y otra vez hasta alcanzar un estadio
de habituación y de rutinización (Berger & Luckmann,
1998). La reciprocidad es condición indispensable
para crear un ambiente que asegure el tejido social
entre iguales (Simmel, 2002b).
Cuando la participación de los ciudadanos es concebida
y practicada en estos términos, la seguridad
está garantizada y la libertad tiene posibilidades de
ejercitarse. En estas condiciones, derrotar los miedos
tiene altas probabilidades de éxito siempre y cuando
se tomen en cuenta los afectados directamente
y los potenciales agredidos. Los “establecidos” y los
“forasteros” cierran filas en un solo propósito, que
consiste en reducir los miedos por la acción colectiva
en la cual están comprometidos sus individuos
(Casquete, 2003: 213-218)6. A esta distinción se podría
agregar la que se ofrece entre “los de adentro”
y “los de afuera” para indicar los que participan y
comparten un marco de acción común frente a los
que no son considerados como miembros activos
y, por tanto, se encuentran en espacios diferentes y,
desde luego, pueden incidir en forma negativa, o al
menos de manera distinta, en los procesos sociales
(Merton, 1977: 156-201). La conclusión de Merton
se constituye en un reto social: “es menester que
os unáis ‘los de adentro’ y ‘los de afuera’. No tenéis nada que perder, excepto vuestras pretensiones. En
cambio, tenéis un mundo de comprensión que ganar”
(Merton, 1977: 201).
Una ganancia son las convergencias en motivaciones,
en este caso, la intencionalidad de frenar y reducir los
miedos colectivos que se hacen individuales con formas
sociales que canalizan representaciones colectivas
sembradas en las individualidades. En términos políticos,
se trata de la recuperación del concepto, y del
contenido, de “ciudadanía” y de “ciudadano”. Durante
un tiempo el concepto se desgastó de tal suerte
que cayó en la rutina y tendió a usarse con menor
frecuencia. Recientemente ha adquirido nuevo vigor
y se ha instalado con fortaleza en los planteamientos
relativos a la política pública. Tratar y enfrentar los
miedos en una sociedad es un asunto de política pública,
en tanto compromete instancias institucionales,
como el Estado y las organizaciones civiles, pero se da
por supuesto que en uno y en las otras solo ello es posible
a condición de que los ciudadanos intervengan
de manera activa como sujetos políticos.
La actualización del concepto de ciudadano ha arrastrado
dos consecuencias: una, que el concepto se estrecha
cada vez más a los derechos de los individuos
y a los derechos colectivos; y, dos, que el concepto
desborda los ámbitos de los individuos para pasar al
plano colectivo y comunal. Allí es donde la política pública
tiene su escenario propio. Ya lo planteaba Habermas
con su sentencia de que “las instituciones de la
libertad constitucional no son más valiosas que lo que
la ciudadanía haga de ellas” (Habermas, 1992: 1-19).
Es así como los conceptos de espacio “civil” y espacio
“público” son reinventados en la modernidad líquida.
La civilidad consiste en la habilidad para protegerse
del otro, y conservar la identidad individual, y, al mismo
tiempo, para tener en cuenta su “otredad” con sus características propias como un “otro” distinto
del “yo”, como sujeto de la relación. Hay que trabajar
colectivamente el control y la gestión de la “política
del miedo cotidiano” en beneficio de la seguridad. El
“otro” no es un patógeno sino un eventual socio con
el cual se construye y se afianza la seguridad y, por
tanto, el ejercicio de las libertades compartidas en un
ambiente comunitario. Por esta vía, se pasa del concepto
de “ciudadano” al de “conciudadano”, que
amarra motivaciones, intereses y procesos colectivos
más allá de intereses individualizados.
Es entonces cuando las grandes instituciones de la
sociedad tienen su lugar y su ejercicio; también lo tienen
las instituciones cercanas a los individuos en sus
relaciones de pares o de grupos de referencia. Igualmente
las instituciones intermedias están implicadas
en esa construcción de sentidos compartidos entre las
distintas comunidades de vida (Berger & Luckmann,
1997; Vizcaíno G. & Laguado, 2002a; 2002b). La presencia
o ausencia de estas instituciones, cuya fortaleza
implica un acumulado de capital social, constituye un
medio eficaz de contrarrestar formas de agresión y de
violencia generadoras de miedos colectivos.
En la modernidad líquida, los vínculos sociales tienden
a diluirse y a constituirse en identidades flexibles
y cambiantes (Bauman, 2003:38ss). En este escenario
es que tiene juego la política, concebida como
reorientación del debate público capaz de dar fuerza
a la cooperación y la acción colectiva en el camino
de una esfera pública que garantice ampliación de
libertades, en vez de su restricción, para conseguir
seguridad, en vez de anularla. Hay que tener en
cuenta que la sola racionalidad instrumental despolitiza
la política y debilita la libertad individual (Beck,
2008), por lo cual hay que llenarla de sentido para ir
más allá de sus estrechos límites. Esto se puede hacer con un sentido de lo público en el cual coincidan el
Estado y las formas civiles de acción social y política.
Conclusiones
Los miedos actuales son un subproducto de la modernidad
en sus expresiones contemporáneas. Hacia
allá debería dirigirse la política que tenga la intencionalidad
de contrarrestarlos, reducir sus impactos
y prevenir su ocurrencia. En consecuencia, evidenciar
los procesos que los generan y los mecanismos
reproductores es una urgencia manifiesta. Una vinculación
de hechos, conceptos e implicaciones para
la vida cotidiana podría ser introducida en procesos
educativos formales e informales en las instituciones
que tienen responsabilidad con niños, jóvenes y
adultos. El Estado podría incluir estos aspectos dentro
de sus planes y estrategias en los niveles nacional,
regional y local. Asimismo, las organizaciones privadas
podrían asumir compromisos coherentes con el
advenimiento de los miedos en la contemporaneidad
de la sociedad para lograr una conciencia amplia de
sus implicaciones para la vida social.
Una fase posterior del estudio permitirá hallar indicadores
empíricos que direccionen la política hacia
focos sensibles por la ocurrencia de miedos que obstaculizan
el sentimiento positivo de seguridad. Por lo
tanto, esos miedos rompen la tranquilidad dentro de
la cual se involucran principios democráticos sobre
derechos y deberes ciudadanos.
Bibliografía
Dammert, Lucía (2003). Inseguridad urbana en Argentina: Diagnóstico y perspectivas. En Seguridad ciudadana:
¿espejismo o realidad? Quito: Flacso. Recuperado el 3 de marzo de 2009, de
http://www.flacso.org.ec/docs/sfsegdammert.pdf.
Duby, Georges (1995). Año 1000, año 2000 la huella de nuestros miedos. Santiago de Chile: Andrés Bello.
Recuperado el 19 de febrero 2009, de http://books.google.com.mx/books?hl=es&lr=&id=C54D3geL0hUC
&oi=fnd&pg=PA12&dq=miedos+felicidad+autor:g-duby&ots=VKRS4LUlfI&sig=qfeKDTc1YObLTkBEelvmh1
F_9Q4#PPP1,M1.
Durkheim, Emilio (1964). Las reglas del método sociológico. Buenos Aires: Dédalo.
Elster, Jon (1990). Racionalidad y normas sociales. En Revista Colombiana de Sociología. Nueva serie, 1 (2),
3-22. Bogotá: Departamento de Sociología, Universidad Nacional.
Fundación Seguridad y Democracia (2008). Criminalidad y victimización en las seis principales ciudades de
Colombia. Bogotá, octubre. Recuperado el 6 de marzo de 2009, de http://www.idhbogota.pnud.org.co/
documentos/encuestaSeguridadBogota.pdf.
Gabaldón, Luis Gerardo (2001). Desarrollo de la criminalidad violenta en América Latina: un panorama. En
Bodemer, Klaus; Kurtenbach, Sabine; Meschkat, Klaus (Eds.). Violencia y regulación de conflictos en
América Latina (pp. 139-149). Caracas: Nueva Sociedad.
Giddens, Anthony (1993). Consecuencias de la modernidad. Madrid: Alianza.
Habermas, Jürgen (1992). Citizenship and National Identity: Some Reflections on the Future of Europe. In Praxis
International, 12, 1-19.
Hernández, Saúl (2009). ¿Quo vadis, Colombia? En El Tiempo, 14 de abril.
Latinobarómetro (1997). Santiago de Chile.
Lechner, Norbert (1998). Nuestros miedos. Conferencia inaugural de la Asamblea General de Flacso, México,
1998. En Perfiles Latinoamericanos, 13, Flacso, México, diciembre.
Lipovetsky, Gilles (1986). La era del vacío. Ensayos sobre el individualismo contemporáneo. Barcelona: Anagrama.
Merton, Robert K. (1977). Las perspectivas de “los de adentro” y “los de afuera”. En La sociología de la ciencia,
1, 156-201. Madrid: Alianza Universidad.
Moser, Caroline & Shrader, Elizabeth (1998). Crimen, violencia y pobreza urbana en América Latina: hacia un
marco de referencia integrado. Washington, D. C., LCSES, World Bank.
Reguillo, Rossana (1999). Imaginarios globales, miedos locales: la construcción social del miedo en la ciudad.
Recuperado el 16 de marzo de 2009, de
http://www.eca.usp.br/alaic/congreso1999/2gt/rossana%20reguillo.doc.
Reinecke, Mark A. & Davison, Michael R. (2002). Comparative treatments of depression. Springer Publishing
Company.
Rico, José María & Chinchilla, Laura (2002). Seguridad ciudadana en América Latina. México: Siglo XXI.
Rosenberg, M. L.; Mercy, J. A.; Annest, J. L. (1998). The problem of violence in the United States and globally.
In Public Health and Preventive Medicine (pp. 1223-1226). 14th Ed. London: Appleton & Lance.
Rosenberg, Mark L. & Fenley, Mary Ann (1991). Violence in America: A Public Health Approach. Oxford
University Press US.
Segura, Ramiro (2006). Territorios del miedo en el espacio urbano de la ciudad de La Plata: efectos y
ambivalencias. Recuperado el 12 de marzo de 2009, de http://www.perio.unlp.edu.ar/question/nivel2/
articulos/informes_investigacion/segura_1_informes_12primavera06.htm.
Sen, Amartya (2000). Desarrollo y libertad. Bogotá: Planeta.
Simmel, Georg (2002a). Sobre la individualidad y las formas sociales: Escritos escogidos. Buenos Aires:
Universidad Nacional de Quilmes.
Simmel, Georg (2002b). Cuestiones fundamentales de sociología. Madrid: Gedisa.
Vásquez Rocca, Adolfo (2008a). Zygmunt Bauman: modernidad líquida y fragilidad humana. En Nómadas,
revista de Ciencias Sociales y Jurídicas, 3 (19). Publicación Electrónica de la Universidad Complutense.
Vásquez Rocca, Adolfo (2008b). Individualismo, modernidad líquida y terrorismo hipermoderno: de Bauman a
Sloterdijk. En Konvergencias, Filosofía y Culturas en diálogo, año V, Nº 17, abril.
Vieites, Glenda (2006). Entrevista a Zygmunt Bauman. Las dos fuentes referenciadas recuperadas el 17 de
marzo de 2009, de http://www.ddooss.org/articulos/entrevistas/Zygmunt_Bauman.htm. También en: http://
jaquevedo.blogspot.com/2008/05/cultura-e-identidad-entrevista-zygmunt.html. Igualmente en: http://
www.filmconductor.eu/feb_09/cat/cineteoric.html, o en: http://www.acusticarock.com.ar/notas/buscador.
php?nota=146.
Vizcaíno G., Milcíades & Laguado D., Arturo C. (2002a). Homicidios: una mirada desde los actores. Revista
Colombiana de Sociología, 7 (1), 145-171.
Vizcaíno G., Milcíades & Laguado D., Arturo C. (2002b). Cultura y acción homicida: de las víctimas a los
victimarios. Reportes, Universidad del Rosario, Escuela de Ciencias Humanas, 39, junio 7.
Weber, Max (1977). Economía y sociedad. México: Fondo de Cultura Económica. Tercera reimpresión en
español.
Wirth, Louis (1938). Urbanism as a Way of Life. In American Journal of Sociology, 44, 1-24.
World Health Organization (WHO) (2002). World Report on Violence and Health. October 3. Recuperado el 27
de febrero de 2009, de http://www.pubmedcentral.nih.gov/articlerender.fcgi?artid=1447726.
Prensa escrita:
El Tiempo, miércoles 21 de enero de 2009.
El Tiempo, martes 10 de marzo de 2009.
El Tiempo, domingo 22 de marzo de 2009.
El Tiempo, sábado 4 de abril de 2009.
El Tiempo, lunes 20 de abril de 2009.