La seguridad ciudadana y las Fuerzas
Armadas: ¿despropósito o último recurso
frente a la delincuencia organizada?

Daniel Sansó-Rubert Pascual
Seminario de Estudios de Seguridad y Defensa USC-CESEDEN,
Universidad de Santiago de Compostela,
Santiago de Compostela, España.
daniel.sanso-rubert@usc.es

Resumen

A pesar de la heterogeneidad casuística existente a nivel internacional con relación al papel desempeñado por las Fuerzas Armadas, su dedicación y empleo (o la decisión de no hacerlo) en la lucha contra la delincuencia organizada en concreto genera, al día de hoy, no pocas controversias. Defensores y detractores esgrimen razones y argumentos para defender el rol que se desea otorgar a las Fuerzas Armadas (o arrogarse estas mismas, según cada caso), como proveedoras de seguridad ciudadana frente al crimen organizado. Su inicial empleo en la confrontación contra el tráfi co de drogas por todo el mundo ha propiciado el debate sobre su plena inmersión en la lucha contra toda tipología de delincuencia organizada, lo cual ha generado, de facto, diversos escenarios. Se pretende hacer una refl exión al aire de los pros y contras que se derivan de la implicación de las Fuerzas Armadas en la lucha contra la criminalidad organizada, extraídos del análisis casuístico de los principales escenarios vigentes en el mundo, tratando de identifi car cuál de todos los posibles marcos de actuación marcará la tendencia en la escena internacional, acerca de cuál debe ser el compromiso de las Fuerzas Armadas frente a la criminalidad organizada, y cómo deben ejecutarlo.

Palabras clave

Delincuencia organizada, Fuerzas Armadas, Policía, seguridad ciudadana, orden público, narcotráfi co (fuente: Tesauro de política criminal latinoamericana - ILANUD).

Abstract

Despite the casuistic heterogeneity existing at the international level with respect to the role played by the Armed Forces around the world, their dedication and use (or the decision not to use them) in the fi ght specifi cally against organized crime triggers today many controversies. Both supporters and opponents put forward reasons and arguments to defend or attack the purpose of giving or denying the Armed Forces any such role. Their original use in the confrontation against drug traffi cking worldwide has fostered the debate about their full immersion in the war against any and all typology of organized crime; this, in fact, has created diverse scenarios. The article is intended to throw a thought into the air about the pros and cons deriving from Armed Forces involvement in the fi ght against organized criminality as taken from the casuistic analysis of the main scenarios still in force in the world, by trying to identify which of all the possible action frameworks may mark the trend on the international stage to be followed with regard to what the commitment of the Armed Forces at large must be and how should they play their role accordingly.

Key words

Organized crime, Armed Forces, Police, citizen security, public order, drug traffi cking (Source: Tesauro de Política Criminal Latinoamericana - ILANUD).

Resumo

Apesar da heterogeneidade casuística existente no nível internacional com relação ao papel jogado pelas Forças Armadas, a dedicação e uso deles (ou a decisão de não fazê-lo) na luta contra a delinquência organizada no detalhe gera, a hoje, não poucas controvérsias. Os defensores e os detratores usam razões e argumentos para defender o papel que é desejado conceder às Forças Armadas (ou atribuí-las, de acordo com cada caso), como fornecedores da segurança cidadã frente ao crime organizado. Seu uso inicial na confrontação contra o tráfego de drogas em todo o mundo causou o debate sobre a imersão total na luta contra toda tipologia da delinquência organizada, que gerou, de facto, diversos cenários. Pretende-se fazer uma refl exão ao ar dos prós e contras que são derivados da implicação das Forças Armadas na luta contra a criminalidade organizada, extraídos da análise casuéstico dos principais cenários vigentes no mundo, tentando identifi - car qual dos possíveis marcos de atuação a tendência na cena internacional, sobre o qual deve ser o compromisso das Forças Armadas à frente da criminalidade organizada, e como devem executá-lo.

Palavras-chave

Delinquência organizada, Forças Armadas, Polícia, segurança cidadã, ordem pública, trafi car drogas (fonte: Tesauro de política criminal latinoamericana - ILANUD).

Planteamiento del problema: Fuerzas Armadas vs. delincuencia organizada

Tradicionalmente, la misión por excelencia de las fuerzas armadas de cualquier país ha sido y es la defensa de la soberanía, la independencia, la integridad del territorio nacional y, en su caso, del orden constitucional.

Sin embargo, en las últimas décadas dicha concepción se ha resquebrajado paulatinamente, ante la aparición en escena de una miríada de amenazas, más difusas pero también más insidiosas, que si bien no suponen un desafío frontal, sí pueden constituir un peligro real para la autonomía de los Estados, para la supervivencia de las democracias y para el bienestar de los ciudadanos.

Actualmente, en muchas partes del mundo, el mal gobierno y los confl ictos civiles de diferente naturaleza han llevado a un progresivo debilitamiento del poder del Estado y el resquebrajamiento de las estructuras de control social. Uno de los principales problemas de seguridad lo constituye el fenómeno de la criminalidad, en general, y en particular la organizada con proyección transnacional. Delincuencia que, a la postre, bajo cualquiera de sus tipologías, despunta por manifestar un potencial lesivo de gran magnitud y por la extrema nocividad de sus actividades (Sansó-Rubert, 2005). No en vano, cuando los Estados se descomponen, la delincuencia organizada toma la iniciativa. Una refl exión pausada y seria en torno a este fenómeno permite explicar, con argumentos sólidos, la promoción de alto perfi l de la delincuencia organizada transnacional, elevándola al nivel de problema de máxima seguridad. Así adquiere, por consiguiente, en mayor o menor medida, un espacio propio en las agendas de actuación de las Fuerzas Armadas.

Esta asignación de nuevas tareas, que poco o nada tienen que ver con la defensa militar, en buena medida es una clara manifestación bien de la debilidad de los aparatos estatales, bien de la magnitud y capacidades técnicas y logísticas adquiridas por las organizaciones criminales para el desarrollo de las diversas manifestaciones delictivas, que rebasan las capacidades policiales, o bien de la conjunción de ambas. Concretamente, cometidos que fl uctúan desde su mera colaboración, aportando determinadas capacidades y equipos (logísticas, técnicas, de comunicación, inteligencia, personal especializado…), en el común de los casos, hasta la asimilación directa de funciones de seguridad ciudadana (patrullas, controles, prestación de seguridad en edifi cios y espacios públicos, detención de criminales, custodia de detenidos…) y el desempeño de tareas de índole policial en los supuestos más extremos (averiguación del hecho delictivo e investigación criminal).

Ciertamente, el análisis casuístico presenta una ingente heterogeneidad de situaciones al respecto, que orbitan entre los polos planteados. Este trabajo no pretende, sobre todo por cuestiones de espacio, realizar un examen exhaustivo de cada uno de los posibles supuestos, sino partiendo de la premisa de que el empleo de las fuerzas armadas en el control y erradicación de la criminalidad organizada, y la provisión de seguridad ciudadana, se está produciendo en mayor o menor medida en diversas partes del mundo, en especial en el ámbito de la lucha contra el tráfi co de drogas, y analizar con profundidad los porqués de esta transformación, los motivos de su variabilidad y sus posibles repercusiones. De manera especial, serán objeto de análisis algunos casos (escenarios), destacados no solo por su impacto, sino porque se han transformado en escaparates internacionales sometidos a escrutinio mundial, con el propósito de tratar de atisbar sus posibles derroteros, evolución y consecuencias, que permitirán a otros países valerse de las experiencias ajenas para alimentar sus debates internos a este respecto. Concretamente, América Latina, además de su carácter protagónico en el narcotráfi co, es la región del mundo donde se concentran la mayoría de los casos más emblemáticos (México, Brasil, Colombia, Honduras, El Salvador y Guatemala), lo que ha llevado a que la mayoría de los estudios desarrollados se focalicen en esta área geográfica.

Y todo ello desde el prisma de la criminología y de la propia etiología de la criminalidad organizada, que nos permitirá dilucidar si el empleo de las fuerzas armadas es una herramienta adecuada, y en qué medida, al margen que desde la óptica de las políticas de seguridad se tenga en consideración que, ante un contexto de emergencia, los Estados deben utilizar todos los recursos disponibles.

Cada país tiene unos problemas específi cos que atender, y sus fuerzas armadas son susceptibles de asumir distintas misiones al respecto. Lógicamente, todo ello supeditado a una diversidad de características sociopolíticas, históricas, económicas y geográfi cas, entre las más destacadas, que matizan cada caso en concreto. La otra gran pregunta que hay que cuestionarse es en qué medida la asunción de estas misiones secundarias repercutirá de forma negativa en la capacidad para prestar, en tiempo y forma, su misión principal.

En consecuencia, se ha desencadenado un proceso de transformaciones de calado en el seno de las fuerzas armadas, para adaptarse a los nuevos requerimientos posconfl icto bipolar, característico de la etapa previa de guerra fría, en la que defensores y detractores esgrimen razones y argumentos para defender el rol que se desea otorgar a las fuerzas armadas (o arrogarse estas mismas, según qué caso) en el nuevo paradigma de seguridad y defensa imperante. Más concretamente, en el supuesto que nos ocupa, el protagonismo asumible en la lucha contra el fenómeno de la criminalidad organizada.

A lo largo de estas líneas se pretende hacer una refl exión al aire de los pros y contras que se derivan de la implicación de las fuerzas armadas en este ámbito de actuación frente a la delincuencia organizada, especialmente si esta participación se hace en calidad de refuerzo de las instituciones policiales o asumiendo el liderazgo de la acción, en detrimento de las mismas.

1. La implicación militar contra el tráfico de drogas como detonante para la plena inmersión de las fuerzas armadas en la lucha contra la delincuencia organizada

El hecho de hacer una breve mención a la actividad del tráfi co ilícito de drogas obedece no solo a su importancia criminógena como manifestación delictiva organizada transnacional, sino por ser el fenómeno criminal que, por su propia etiología, ha requerido y requiere al día de hoy la implicación de las fuerzas armadas con mayor profusión, y donde dicha participación resulta menos contestada por los detractores de la involucración de los militares en la lucha contra la delincuencia organizada, habida cuenta de los éxitos alcanzados a nivel global.

La información de que disponemos al día de hoy, sobre las organizaciones dedicadas al tráfi co de drogas, independientemente de que se trate de cocaína, hachís, marihuana, heroína o estupefacientes de origen sintético, atestigua sus capacidades tanto en términos de empleo de medios para desplazar la mercancía con seguridad desde los países productores (Colombia, Perú, Bolivia, Ecuador, Venezuela, México, Marruecos, Argelia, Afganistán, Pakistán, Myanmar, Laos, Tailandia, Holanda o Bélgica, según se trate) hasta los respectivos mercados de consumo (sobre todo Estados Unidos y Europa), como, subsiguientemente, en su capacidad de acceso al poder político y económico en los diferentes países que conforman las rutas transnacionales de la droga (países de producción, tránsito, destino y asentamiento de la cúpula de la organización), fruto de la acción conjunta de la corrupción y el ejercicio de la violencia.

Con el ánimo de contrarrestar estas tendencias criminógenas expansivas, la comunidad internacional ha auspiciado, promovido y sufragado el esfuerzo militar contra el tráfi co de drogas. Incluso algunas administraciones, impulsadas por la visión norteamericana auspiciada ya desde la presidencia de Reegan1 en la década de los ochenta, han promovido dicho esfuerzo bajo la rúbrica de la “guerra contra el narcotráfi co”2.

Sin lugar a dudas, la infl uencia estadounidense favorable a la inmersión plena de las fuerzas armadas en la lucha contra el narcotráfi co, materializada en cuantiosas ayudas económicas, ha sido relevante en la vinculación de las fuerzas armadas de muchos países afectados por el fl agelo del narcotráfi co, sobremanera en Latinoamérica (Colombia, México, Guatemala, El Salvador y Honduras han sido principalmente los benefi ciarios), en tareas de orden interno, a través de la transferencia de fondos3 y la facilitación de entrenamiento preferentemente al personal militar, y en menor medida, al policial (Álvarez & Isenhouer, 2005).

Si bien en un comienzo los estamentos castrenses no recibieron con agrado la nueva encomienda, aduciendo su rechazo a detraer cualquier tipo de recurso del esfuerzo bélico destinado a las actividades propias de la defensa nacional, para combatir una amenaza difusa que no podía defi nirse en términos militares, hoy por hoy la mayoría de los países implicados en la lucha contra esta lacra, directa o indirectamente, se sirven de los medios de su aparato militar para su combate.

De hecho, la negativa inicial se ha tornado en aceptación, al vislumbrar en la lucha contra el tráfi co de drogas una interesante oportunidad para el desarrollo de carreras profesionales, a la par que hacerse con el control de ingentes recursos económicos. La incursión en el nuevo cometido proporciona en parte la cobertura propicia para la consecución de objetivos institucionales, como equipamiento militar para confl ictos no convencionales (guerra asimétrica), impedir un incremento de las funciones, capacidad y relevancia de la policía (operaciones especiales, grupos policiales de selva…) y, si cabe, ampliar su infl uencia en la toma de decisiones gubernamentales, fortaleciendo su presencia en el escenario político.

Posteriormente, a modo de justifi cación que legitime la creciente implicación militar, se ha defendido que el uso legítimo de la fuerza militar no tiene por qué restringirse a los confl ictos convencionales entre ejércitos contendientes. Su aplicación, argumentan, debe tener lugar siempre y cuando el Estado se encuentre amenazado por una circunstancia de envergadura, como acontece con el tráfi co de drogas. Por otra parte, se aduce que los requerimientos de la guerra no convencional, o asimétrica, son muy similares a los que exigen las operaciones antidrogas. Por lo tanto, la capacidad de las fuerzas armadas para enfrentarse a situaciones reales de combate puede incrementarse mediante la participación en acciones prácticas de la lucha contra las drogas ilícitas.

En consecuencia, bien se dispone de los medios militares existentes, bien se hace dotación ex novo de los mismos, para localizar y bombardear los laboratorios de procesamiento de droga, las plantaciones y las pistas de aterrizaje clandestinas que se encuentran en espacios geográfi cos de difícil acceso y detección. Interceptación y abordaje en alta mar de buques con cargamentos ilícitos, detección e interceptación de sumergibles y semisumergibles (capacidades antisubmarinas) empleados para el transporte de drogas, explotando los medios de la Armada. Establecimiento de controles en las principales vías de tránsito de mercancías, para la detección de cargamentos aprovechando la densidad del tráfi co rodado. En defi nitiva, interceptar los cargamentos de droga por tierra, mar y aire, para lo cual se emplean aviones de combate, fragatas y submarinos, así como cualquier otro medio bélico disponible, desde los satélites hasta las capacidades en inteligencia, pasando por el despliegue de efectivos sobre el territorio cuando resulta necesario.

Además, al abrigo del narcotráfi co, existen otras muchas funciones de naturaleza policial asumidas por las fuerzas armadas, como otorgar seguridad perimetral en los centros penitenciarios; el resguardo de fronteras porosas geográfi camente complejas (ríos, selvas, desiertos, montañas…), para evitar el contrabando de todo tipo de bienes y personas (trata y tráfi co ilegal de personas); la protección de infraestructuras críticas, como las instalaciones petroleras (para evitar las sustracciones de crudo y sus derivados, en especial la gasolina blanca, que, como acontece en el caso ecuatoriano, es objeto de tráfi co en la vecina Colombia para hacer pasta de coca); la protección de espacios naturales, para la salvaguarda de las especies animales y vegetales, así como los recursos naturales del tráfi co ilícito; la vigilancia del mar territorial; la detección aérea de actividades e infraestructuras criminales, entre las más comunes.

Subrayar que no solo el continente americano se ha alineado, a excepción de los países del Cono Sur, en la apuesta por el empleo de las fuerzas armadas en la lucha contra los narcóticos. Esta se ha reproducido por todo el orbe a niveles regionales: la instauración de la Organización del Tratado de Seguridad Colectiva (OTSC) de la Comunidad de Estados Independientes (CEI)4, la Organización para la Cooperación de Shanghái5 o la Asociación de Naciones del Sureste Asiático (ASEAN) ejemplifi can estas iniciativas.

En conclusión, la explotación de las capacidades de la fuerza militar en operaciones contra las drogas, durante las últimas décadas del pasado siglo y la primera del presente, ha sido constante en prácticamente todo el mundo, pero muy diversa en cuanto a sus modalidades e intensidades. Amparados por un razonable éxito global y el empleo de medios y recursos muy costosos, que impiden a los Estados una duplicidad de capacidades (militares y policiales), los resultados obtenidos a tenor de la participación militar en este contexto han supuesto no solo el primer peldaño para favorecer posteriores iniciativas, tendientes a la inmersión militar plena en la lucha contra cualquier manifestación de delincuencia organizada, sino el detonante último para optar por inmiscuir a los militares en la provisión de seguridad ciudadana.

2. Seguridad nacional, seguridad ciudadana y orden público: ¿hacia una militarización de las políticas criminales y la seguridad ciudadana?

Por proceso de militarización del aparato de seguridad en el combate a la criminalidad organizada se debe entender un proceso que incluye tres elementos entrelazados: primero, el incremento de militares (en activo o en retiro) en deberes y espacios que son de la competencia de civiles, particularmente en posiciones de mando y operativas, como lo es el encontrar al frente de los cuerpos de policía a militares. Segundo, el incremento en la participación de los militares en las decisiones estratégicas en las políticas de seguridad pública y nacional, sin el acompañamiento debido de contrapartes civiles, y tercero, el crecimiento de recursos fi nancieros y materiales a las distintas instancias donde se congregan estos elementos castrenses (Bobbea, 2002).

En consecuencia, tratar de interpretar las actuaciones internas y externas de las fuerzas armadas de manera generalizada plantea una serie de difi cultades metodológicas. Cada Estado se caracteriza por sus dinámicas propias en la provisión de seguridad, las cuales han experimentado variaciones a lo largo de su historia. Abarcar cada uno de los países de forma pormenorizada es una tarea que desborda los propósitos de esta refl exión. Sin embargo, tomar algunas pautas a modo de referente puede arrojar información de interés acerca de las particularidades y la necesidad de refl exionar sobre este tema.

En un hipotético y deseable punto de partida, las líneas generales de las políticas de defensa han de estar orientadas a neutralizar y, llegado el caso, combatir amenazas externas. Excepcionalmente, y de manera coyuntural, podrían contribuir a resolver situaciones de emergencia interna y poner a disposición de las autoridades políticas sus capacidades ante urgencias, catástrofes y crisis.

El empleo de militares en programas contra la violencia, la delincuencia organizada y la inseguridad ciudadana está reconfi gurando la tradicional percepción que se tenía de los estamentos militares. En este contexto, se ha generado un intenso debate, no solo en los ámbitos político y académico, sino en el propio seno de las fuerzas armadas (Dammert & Álvarez, 2008), sobre la pertinencia de este tipo de medidas. No en vano para los militares se confi gura un nuevo marco de incertidumbres, ante lo cual es de esperar que adopten algún tipo de estrategias de acomodación.

Por ello, cabe plantearse si la participación de las fuerzas armadas en la lucha contra la criminalidad organizada no solo es un medio adecuado y, en función de las circunstancias concretas, oportuno, sino si realmente su implicación constituye un serio retroceso, no solo para las políticas criminales, las instituciones policiales y los propios ejércitos, sino para las relaciones cívico-militares y, en último término, para el propio ejercicio democrático.

En los últimos años, lo que en principio estaba contemplado como encomiendas excepcionales, ha experimentado un aumento de su frecuencia e intensidad, fl exibilizando de forma peligrosa los requisitos para la participación militar en la esfera estricta de la seguridad (mandato claro, temporalidad, extensión de las potestades, limitación en el espacio…), lo que podría desembocar, al menos en teoría, en una transformación de facto en la organización, preparación, mando, doctrina y medios de las fuerzas armadas, asimilándose a la policía hasta, en los supuestos más extremos, alcanzar su indiferenciación.

El criterio de que la unidad militar preparada para intervenir en un confl icto de alta intensidad puede asumir cualquier cometido, no es válido en este ámbito policial y de seguridad. La realidad más extendida es que casi no se han introducido cambios en los programas generales de instrucción, y únicamente, en el mejor de los supuestos –antes de las misiones y por un tiempo limitado– se han establecido períodos de concentración para familiarizarse con las características concretas de la operación que se va a realizar.

De forma sucinta, las operaciones de seguridad y enfrentamiento a organizaciones delictivas engloban todas aquellas actividades (preventivas y reactivas) imaginables, que las fuerzas armadas desarrollan bien en solitario (craso error), bien en apoyo de las fuerzas y cuerpos de seguridad (deseablemente a petición de la autoridad civil y bajo mando policial), en aquellas circunstancias en las que estos se encuentren sobrepasados. La frecuencia con que se solicita este apoyo, habida cuenta de las circunstancias criminógenas imperantes, hace que el inicial carácter restrictivo de excepcionalidad haya perdido vigencia, como acontece en los casos mexicano, salvadoreño, hondureño y guatemalteco, en su confrontación con los carteles de la droga y las maras (pandillas), respectivamente.

En relación con este tipo de operativos debería primar la prudencia. Determinar previamente y de forma clara las responsabilidades y las líneas de mando, así como las reglas de enfrentamiento que se deben adoptar en caso de tener que emplear la fuerza. En estas situaciones, el ejército debe ser objeto de empleo restringido, con un mandato acotado para el desempeño de sus misiones, que, una vez fi nalizadas, terminan con el regreso de las fuerzas militares a los cuarteles (Zaverucha, 2000).

Ejemplos paradigmáticos han sido el empleo de fuerzas armadas en Brasil e Italia, de forma puntual y acotada, bajo iniciativa civil y en apoyo de los correspondientes cuerpos de policía. En el supuesto brasileño, la primera gran participación militar aconteció en la ciudad carioca para enfrentar a las bandas criminales entre noviembre de 1994 y enero de 1995 (Operación Río). En esa ocasión, más de cuatro batallones de infantería del ejército, reforzados con elementos de la infantería de marina, se desplegaron para controlar los accesos a los barrios marginales (favelas) donde se asentaban esas bandas, ejecutando luego incursiones en las que efectuaron detenciones y decomisos de armas y drogas (Mendel, 1997). Más recientemente, en enero del 2007, el presidente Lula autorizó el envío de tropas federales a Río de Janeiro, para ayudar al gobierno estatal a frenar la ola de violencia urbana (Soares, Pimentel & Batista, 2010). Desde entonces, en forma esporádica se recurre a unidades militares para controlar pandillas y narcotrafi - cantes en diversas ciudades del país, así como para reducir el nivel de inseguridad durante eventos públicos específi cos, como la reciente Copa Confederaciones del 2013.

Y en el caso italiano, desplegando 500 efectivos de la unidad paracaidista Folgore en Caserta (región de la Campania, sur de Italia), para apoyar el despliegue policial de más de 400 agentes, que condujo a la desarticulación parcial del clan camorrista (Camorra napolitana) de los Casalesi. De igual forma, a pesar de lo excepcional de la medida, existían precedentes, como la operación Vespri Siciliani (1992-1998), implementada tras los atentados mortales contra los jueces Falcone, Borsellino y Morvillo, para contener la violencia criminal en Sicilia, empleando un total de 20.000 efectivos en seis años (Resa, 2005).

Existen corrientes de opinión que defi enden, al respecto, que lo que ha cambiado no es solo el escenario estratégico en el que nos desenvolvemos, sino el concepto mismo del enfrentamiento y sus tipologías. La lucha contra el crimen organizado parte de la consideración de que este es un fenómeno de excepción, frente a otras formas de delincuencia; por lo tanto, la reacción debe ser, a su vez, excepcional. Cabría, por tanto, según estos postulados, hablar de “guerra” al narcotráfi co, a las maras o a cualquier otra manifestación de criminalidad organizada. Sin duda, estos planteamientos obedecen a la inmersión belicista auspiciada tras los luctuosos acontecimientos del 11 de septiembre del 2011, que favorecieron posicionamientos extremadamente reactivos frente a cualquier fenómeno que revistiese la consideración de riesgo o amenaza.

Cierto es que el calado de las transformaciones acaecidas, aunque variable, permite tener en consideración la incorporación de los ejércitos a la lucha contra la criminalidad organizada, sin que esta pueda tacharse de descabellada. Claro está que en términos de persecución, contención, erradicación e incluso “lucha”, pero está fuera de lugar adoptar un esquema de “guerra”, ya que, a todas luces, además de desmedido resultaría inefi caz, ya que la respuesta frente a las actividades ilícitas, organizadas o no, transnacionales o domésticas, debe ser, por antonomasia, la policial.

En puridad, tanto la delincuencia común como la organizada, aun en sus máximas expresiones, no requieren necesariamente de una respuesta militar per se.

La solución militar no resuelve por sí sola el problema, aun cuando estén presentes elementos de fuerza (violencia). La etiología criminal es de muy variada naturaleza, e intervienen una pléyade de factores que se deben tener necesariamente en consideración (económicos, sociales, educativos, culturales…), los cuales escapan al esfuerzo y capacidades bélicas. Un reto que tiene un origen multicausal, como es el caso de la delincuencia organizada y la consiguiente inseguridad ciudadana, requiere del recurso y aplicación de toda una serie de medidas plurifactoriales, entre las que el recurso a la fuerza legítima del Estado es importante, a través de sus fuerzas policiales y armadas, pero nunca la única ni la principal. Las fuerzas armadas no pueden ni deben ser la única solución a todos los problemas que afectan la seguridad.

Desde la óptica de la criminología actual, se priman las capacidades policiales para la reducción del delito. El control policial desempeña un papel central. Se considera que la policía es el instrumento adecuado para desarrollar iniciativas de disuasión, prevención, represión y proactividad en la lucha contra el delito. En defi nitiva, la apuesta por los cuerpos de policía en circunstancias de normalidad, para el mantenimiento del orden y la seguridad ciudadana.

Las actuales políticas criminales más avanzadas y las que teóricamente aspiran implementar los ejecutivos, se alejan de la mera disuasión y la represión mediante el uso de la fuerza, para preocuparse por la prevención, la reducción del daño y la gestión del riesgo. En lugar de perseguir, procesar y castigar a individuos, su objetivo es reducir los eventos delictivos mediante la minimización de las oportunidades para delinquir, la intensifi cación de los controles situacionales y el distanciamiento de las personas de las posibles situaciones criminógenas. Se concentran en prevenir la convergencia de actores que precipiten eventos delictivos (Garland, 2005). Objetivos todos que no parecen encajar cómodamente con la elección del instrumento castrense y la asunción del prisma militar para el desarrollo y ejecución de dichas políticas criminales.

Dicho lo cual, decantarse por el instrumento armado no parece la opción adecuada, en función de los objetivos deseados, al menos en la esfera interna. Recurrir a los militares en el contexto de la seguridad ciudadana y obviar el protagonismo policial supone adoptar una visión cortoplacista, motivada en última instancia por la urgente necesidad política de satisfacer la provisión de seguridad al colectivo social (electorado). Primaría la posible obtención de réditos políticos y las políticas de escaparate sobre la cuestión estructural de fondo. Elección temeraria, si cabe, escogida sin sopesar los efectos derivados a medio y largo plazo en el conjunto del ordenamiento jurídico imperante (especialmente en sistemas democráticos y en relación con el respeto de los derechos humanos), y con respecto al control de la violencia por parte del Estado.

¿Qué mueve a las autoridades a confundir los ámbitos de acción de las fuerzas militares y de las policías, cuando, grosso modo, las constituciones y las leyes determinan que las primeras tienen la obligación de garantizar la seguridad nacional, y las segundas, de forma más específi ca, la de los ciudadanos? Solo cabe una respuesta interesada: la rápida resolución (o al menos la apariencia) de los crecientes problemas de violencia y delincuencia que afectan al conjunto de las sociedades, sumada a la baja credibilidad que entre los ciudadanos y las autoridades tienen, en no pocos países, los distintos cuerpos policiales, necesitados de una acuciante reforma.

El decisor político sucumbe, en ocasiones, a una lógica perversa político-electoral de crear la impresión de efi cacia frente a la criminalidad, sin tener en consideración los riesgos que pueden ir aparejados: quejas por la violación de derechos humanos; la expansión de funciones genera desgaste institucional y encierra el peligro de una hipertrofi a funcional; sobrecarga presupuestaria por los costes sobrevenidos -cabe plantearse hasta qué punto los ajustados presupuestos de defensa pueden soportar el incremento de cometidos que deben desempeñar las fuerzas armadas, sin que suponga un detrimento de sus capacidades–, y potenciar el riesgo de corrupción e implicación de los militares en actividades ilícitas en calidad de actores.

La decisión de implicar en forma directa a las fuerzas armadas en la lucha contra la delincuencia organizada no es baladí. Por ello, ha de refl exionarse cuidadosamente, dadas las consecuencias de profundo calado que tal implicación del ejército conlleva. Su participación debe ser precedida, por tanto, de un profundo análisis sobre el fenómeno criminal transnacional en su conjunto, y su incidencia a nivel local, para una evaluación seria de las ventajas e inconvenientes que supone la aplicación del poderío militar, y para una valoración exhaustiva de las posibles políticas criminales que se han de aplicar.

La misión de los militares es tan distinta a la de la policía, que cada una contamina a la otra. El mantenimiento del orden público democrático se socava especialmente por la participación de los militares, porque los soldados acatan órdenes, más que responder a las peticiones individuales de los ciudadanos; el uso de la fuerza les está menos restringido y el secretismo está más arraigado en su actitud… El mantenimiento del orden público requiere capacidad de mediación, el ejercicio del uso de la fuerza con discreción y un estilo que facilite la supervisión (Bayley, 2001, pp. 38-39).

De manera colateral, el debate abierto sobre los pros y contras de la militarización de las políticas criminales y la seguridad ciudadana, para hacer frente con éxito a la delincuencia organizada, lo es simultáneamente, como ya se ha introducido en forma breve, sobre la reforma del sector policial en aquellos países defi citarios de cuerpos de policía autosufi cientes para encarar el fenómeno criminal organizado.

La institución policial debería ser un cuerpo profesional capaz de desarrollar iniciativas de prevención, control e investigación criminal de forma efi caz y efi ciente. Aspectos para los que ningún militar, en principio, recibe un mínimo de formación. Sin embargo, la realidad en multitud de países dista, y mucho, de esta imagen. Más bien, al contrario, son percibidas por la ciudadanía como un instrumento de represión al servicio de determinados regímenes políticos o grupos de presión (oligarquías), cuando no impera la desconfi anza ante reiterados casos de corrupción.

De forma sucinta, la reforma del sector policial debería pivotar en torno a dos ejes fundamentales: la capacidad operativa (efi ciencia y efi cacia de la policía) y la responsabilidad democrática (las respuestas de la policía al control político y a su respeto por los derechos civiles y humanos). Con ello se aumentarían los mecanismos de fi scalización y control institucionales, no solo en términos de actuación en el marco de la ley, sino también respecto de la efi cacia y efi ciencia de las iniciativas desarrolladas.

Otro elemento clave, que se debe tener en consideración, es la desvinculación absoluta de las policías de los militares. Esta erradicaría la subordinación doctrinal y de mando de las policías respecto de las fuerzas armadas, traducida en estructuras policiales militarizadas (jerarquías, rangos, formación…), situar al frente de las policías a ofi ciales del ejército o subordinar las instituciones a los ministerios de defensa en vez de a los del interior.

Solo con el avance de estas medidas mínimas, sumadas a una dotación de medios materiales y recursos tecnológicos, las instituciones policiales estarán en condiciones reales de proveer seguridad en el ámbito interno.

En suma, el proceso de adaptación policial requiere abordar la profesionalización y dignifi cación de la fuerza pública policial, que en última instancia haga innecesario el recurso a las fuerzas armadas de ordinario, para garantizar a la sociedad, al menos, los niveles mínimos de seguridad.

A pesar de lo manifestado, los defensores de los procesos de militarización estiman que el problema no radica en la militarización de la seguridad pública y ciudadana en sí, sino en que esta se articule de forma inadecuada. No tendría por qué constituir un proceso necesariamente negativo. Una militarización bien efectuada podría ser muy útil para resolver problemas de inseguridad. Sin embargo, esta apuesta por la solución militar resulta, cuando menos, contradictoria, si se tiene en consideración, como ya se ha refl ejado, que la tendencia global en las últimas décadas avanza hacia la desmilitarización de los cuerpos policiales en todos los continentes, así como la sujeción de los estamentos militares al mandato civil.

La decisión de situar a las fuerzas armadas como actor central evidencia el carácter disfuncional del sector seguridad. La iniciativa de militarizar la respuesta al desafío que supone el crimen organizado puede tener graves consecuencias para el mantenimiento de la gobernabilidad democrática según en qué país, acaso abriendo las puertas a la posibilidad de que, en el peor de los escenarios, las fuerzas armadas busquen ejercer una posición tutelar sobre el sistema político.

No se puede obviar el hecho de que los militares han conservado espacios de autonomía e infl uencia política y social tras los procesos de transición democrática en muchos Estados. En este sentido, las misiones asignadas a las fuerzas armadas cons tituyen uno de los factores decisivos para favorecer o restringir dichos espacios de poder. En no pocos países, aunque de forma más incisiva en el ámbito latinoamericano y de la Europa del Este, las fuerzas armadas, en general, han intentado mantener –y en algunos casos aumentar– muchas de sus prerrogativas y roles ejercidos en el pasado en el contexto de regímenes dictatoriales, aprovechando la asunción de misiones de índole policial.

Por todo ello, resulta crucial establecer la regulación de la seguridad y la defensa y, por extensión, de las funciones de las fuerzas armadas y de la policía, estableciendo taxativamente sus atribuciones, límites y los mecanismos de coordinación que se deben seguir en los supuestos de acciones conjuntas. Todo un elenco normativo, que constriña cualquier atisbo de aspiración autonomista y que suprima de raíz cualquier tentación de controversia suscitada por la distribución competencial entre agencias o por la preeminencia y liderazgo en las operaciones.

Este complejo panorama, descrito en forma breve, obliga a abrir un debate sobre el papel del instrumento militar en democracia, en aquellos espacios en los que se reproduce. Involucrar cada vez más a las fuerzas armadas en materias de seguridad pública e interior, así como la militarización de la policía, impide en última instancia no solo que estas puedan cumplir las misiones para las que han sido creadas en origen, sino, igualmente, dar a la reforma militar y policial el cauce pertinente, para la conveniente adecuación de ambos estamentos a los retos que se van a enfrentar en el presente siglo XXI, a fi n de evitar su obsolescencia.

3. Modelos y estrategias de participación de las fuerzas armadas en la lucha contra la delincuencia organizada

La forma como los Estados perciben las amenazas y las vulnerabilidades incide en la manera en que planifi can, asignan recursos y desarrollan las políticas de seguridad y defensa. Esta percepción también condiciona cuáles son los instrumentos más apropiados para enfrentar las amenazas, tanto externas como internas (Rojas, 2008).

Un breve recorrido por la escena internacional refl eja que la implicación de las fuerzas armadas en el control y erradicación de las diferentes manifestaciones del fenómeno delictivo organizado no se produce de forma unívoca. El grado de asunción de funciones policiales, por parte de los militares, varía mucho de un país a otro, de acuerdo con los diferentes marcos legales habilitantes y la percepción de la gravedad de la situación de la seguridad dentro de sus fronteras y en su entorno regional inmediato.

Por lo tanto, no cabe hablar de modelos o estrategias imperantes o, lo que es lo mismo, existen tantos modelos y estrategias como realidades nacionales. Nos encontramos, pues, ante un escenario abierto, donde la convergencia de modalidades de inmersión militar es muy diversa.

De hecho, el empleo de las fuerzas armadas no responde a un proceso uniforme y homogéneo. Es más, se trata, más bien, de respuestas individuales ad hoc, que no obedecen a estrategias políticas determinadas, sino a una reacción frente a las crecientes demandas de mayores cuotas de seguridad.

Así, desde la óptica de la legitimidad que otorga el mandato constitucional, encontramos que pueden establecerse tres grandes corrientes de intervención constitucionalmente amparadas. Desde aquellos países que abogan por una incorporación plena y directa de las fuerzas armadas en la lucha contra la criminalidad organizada (México, Guatemala, Honduras, El Salvador), hasta los que contemplan esta posibilidad como última ratio en los supuestos más extremos de declaración de excepción y sitio (la postura más habitual en la escena internacional), pasando por una posición intermedia, en la que, a tenor de la voluntad política, aunque las funciones de policía y de las fuerzas armadas estén claramente diferenciadas, la normativa constitucional que regula los estados de excepción, sitio o calamidad pública se fl exibiliza para amparar la inmersión militar en el ámbito criminal (Brasil) (Fernández & Sansó-Rubert, 2010).

Solo en países institucionalmente muy infradesarrollados no existe un sistema normativo que diferencie con claridad las funciones militares de las policiales, con lo cual se genera una superposición y una escasa diferenciación entre las tareas de defensa nacional y aquellas relacionadas con la seguridad pública.

Por otro lado, Louis Goodman ha proporcionado un instrumento de tres criterios para decidir, en caso de duda, si una determinada misión puede ser llevada a cabo por los militares. A sensu contrario, los tres criterios que aconsejan el rechazo de una misión serían: si la implicación militar en ciertas áreas expulsa a otros agentes (policía) de la participación en la actividad en cuestión; si las fuerzas armadas, con su implicación, obtienen privilegios que las llevan a actuar como un grupo de presión, defendiendo su interés institucional a la expensa de otras entidades públicas o privadas, y si los militares descuidan su objetivo esencial de defensa (en un sentido amplio de planifi cación, formación, estrategia...), cuando las amenazas estratégicas y las capacidades tecnológicas estén en proceso de cambio (Goodman, 1996).

Otra posible modalidad está representada por aquellos países que se han decantado por las políticas represivas, bautizadas periodísticamente como «Mano Dura», «Operación Libertad» o «Plan Escoba », que han tenido una clara inspiración en la estrategia de «Tolerancia Cero», implementada en la ciudad de Nueva York en la década de los noventa. Estrategias articuladas sobre la base del empleo de las fuerzas armadas como elementos permanentes de la política de seguridad (Strocka, 2006).

En concreto, esta última modalidad de estrategias no parece terminar de arrojar los éxitos esperados y que avalaron su implementación inicial, y generó, por el contrario, efectos negativos en términos de seguridad: incremento de la violencia, aumento de fallecidos en enfrentamientos armados contra la fuerza pública, vulneración de derechos humanos, deserción de miembros de las fuerzas armadas con perfi les especializados para engrosar las fi las de las organizaciones criminales –un conocido ejemplo lo protagonizan los Zetas, una organización de sicarios formada por desertores de los Grupos Aeromóvil y Anfi bio de las Fuerzas Especiales del Ejército y de la Brigada de Fusileros Paracaidistas (ambas unidades de élite), entrenados en operaciones antidrogas y antiterroristas, muchos de ellos en EE. UU.–, pérdida de confi anza de la sociedad respecto de las instituciones, y graves episodios de corrupción en el seno del estamento militar6, vinculados a su participación activa en entramados criminales.

Asumida la variopinta gama de modelos y combinaciones estratégicas, lo que sí resulta factible es identifi car una serie de rasgos que debieran caracterizar cualquier tipo de inmersión militar en la lucha contra la delincuencia organizada, en términos democráticos. La importancia de identifi car y defi - nir estas características reside en que la inhabilidad para defi nir las condiciones bajo las cuales las fuerzas del Estado, militares y policiales, deben trabajar juntas, ha conducido frecuentemente a los gobiernos al fracaso militar, policial y político (Shemella, 2006).

De entre todas ellas cabe destacar las crecientes dinámicas de hibridación policial-militar. La frontera, hasta ahora nítida entre las respuestas policiales y militares, ha quedado parcialmente desdibujada por las nuevas percepciones en materia de seguridad. Asistimos al ocaso de la dicotomía interiorexterior en materia de seguridad. En determinados escenarios, lo bélico y lo policial tienden a confundirse (Brandariz, 2007, pp. 205-212). Resultado: la transformación de las fuerzas armadas (y, por ende, de las instituciones policiales) en una herramienta versátil y útil en el ámbito de la gestión de la seguridad, y no solo de la defensa.

En puridad, las intervenciones policiales y militares no tienen por qué ser excluyentes: por el contrario, los contextos delictivos existentes requieren de estrategias construidas sobre planteamientos y soluciones integrales, que se traducen cada vez más en operaciones conjuntas.

En consecuencia, el modelo ideal desde la óptica democrática enmarca el uso de las fuerzas armadas como proveedoras de seguridad interior (pública, ciudadana y frente a la delincuencia organizada), debiendo ser esta participación episódica, en un área geográfi ca predefi nida y limitada en el tiempo (el menor tiempo posible). Esto es, debe de tratarse de intervenciones claramente focalizadas, a petición de la autoridad civil y bajo mando policial. Además, la autoridad civil, a la que deberán estar supeditadas y que ejercerá el control operacional y la dirección estratégica, deberá establecer normativas específi cas referentes al uso de la fuerza. Estas acciones deben partir con la claridad de que su objetivo último consiste en fortalecer y complementar a la policía, como institución necesaria e insustituible para enfrentar el crimen de forma efectiva.

Es lo que podría denominarse como un modelo integral, el cual sería deseable que llegase a marcar tendencia en la escena internacional, promoviendo cuál debiera ser el compromiso de las fuerzas armadas frente a la criminalidad organizada y cómo ejecutarlo.

En defi nitiva, el protagonismo actual del fenómeno delictivo organizado, materializado bajo multitud de actividades delictivas, impide que los actores sobre los que recae la seguridad y la defensa del Estado se sustraigan de participar, exista un mayor o menor consenso en su utilización, por lo que parece lógico inclinar la balanza, al menos por el momento, hacia una coordinación más cercana entre cuerpos policiales y fuerzas armadas (modelo integral), tratando de aclimatar en este proceso la naturaleza dispar de ambas instituciones, en aras de la consecución del bien común: proveer de seguridad a la sociedad a la que se deben.

A modo de conclusión: integración frente a superposición

Hasta la fecha, la justifi cación para el incremento de los roles de los ejércitos en la lucha contra la delincuencia organizada ha sido habitualmente vaga e imprecisa, y cincelada sobre grandes conceptos etéreos, como la seguridad nacional o la soberanía.

A ello hay que añadir el hecho de que detractores y defensores de la inmersión de las fuerzas armadas en la prestación de seguridad ciudadana y en la lucha contra la delincuencia organizada se han volcado en colmar el debate con argumentos de diversa índole, sin que ni a priori (que sería lo adecuado), pero ni tan siquiera a posteriori, exista una evaluación profunda de los resultados empíricamente obtenidos y las consecuencias derivadas del intervencionismo castrense en un área de máxima sensibilidad político-social. Por esto, resulta en exceso prematuro afi rmar con contundencia si la participación de las fuerzas armadas es una medida positiva o no en el combate a la criminalidad.

A pesar de ello, ¿supone realmente un despropósito el que los militares participen de ordinario en la provisión de seguridad pública y el mantenimiento del orden?

Ante la dicotomía planteada en el título de este análisis, a tenor de lo expuesto, queda claro que la participación militar en la esfera de la seguridad interna obedece a unas necesidades perentorias del Estado (último recurso), y que debiera limitarse solo a los supuestos en los que las circunstancias así lo requieran. Por lo tanto, tiene perfecta cabida en democracia, pero su empleo debe ser articulado en forma conveniente bajo premisas claras (aplicación del modelo integral, preservando un mínimo de criterios para que el empleo de las tropas tenga legitimidad: que se asegure la gravedad de la amenaza; que el propósito del uso de la fuerza militar sea correcto; que sea el último recurso; que exista una proporcionalidad de los medios; que se formule un balance de las consecuencias), que eviten otorgar erráticamente a las fuerzas armadas una primacía que conlleve el riesgo de militarizar la seguridad interior.

La apuesta por la solución militar pura (inmersión plena con autonomía absoluta) resulta cuando menos contradictoria, si se tiene en consideración que la tendencia global en las últimas décadas avanza hacia la desmilitarización de las administraciones y los cuerpos policiales en todos los continentes (Bobbea, 2004). Por tanto, es necesario establecer una diferenciación meridianamente identifi cable entre las funciones militares y las policiales, para evitar la desprofesionalización de las fuerzas armadas, cerrar posibles espacios de autonomía institucional y asegurar su subordinación al poder civil.

Por otro lado, afi rmar la militarización de la lucha contra la delincuencia organizada o el policiamiento de lo militar (Bobbea, 2004), como procesos generalizados e irreversibles, es otorgarles una característica de la que efectivamente carecen (al menos por ahora). Hoy, el principal desafío para los regímenes democráticos y las políticas de defensa y seguridad obedece a la superposición de funciones entre las fuerzas armadas y la policía, en el contexto de una aún débil conducción civil (Rojas, 2008).

Es por ello por lo que el modelo integral descrito aboga por la integración frente a la superposición, haciendo de esta característica su rasgo identifi cador y fortaleza. En una democracia es esencial que quienes ostentan el monopolio de las armas tengan claramente defi nidas sus funciones y sus misiones. Requiere de un sistema normativo y legal, que diferencie con claridad las funciones militares de las policiales.

En defi nitiva, la forma como los países emplearán sus fuerzas armadas en las décadas venideras podrá experimentar variaciones, en virtud de los cambios en la magnitud de las amenazas, la debilidad institucional y las decisiones políticas. Las experiencias que paulatinamente se vayan acumulando, con sus éxitos y sus fracasos, obrará como un background referencial, con autoridad empírica para orientar a los futuros decisores políticos y legisladores.

Sea como fuere, sin duda, guste o no, las fuerzas armadas están llamadas a cobrar trascendencia en la lucha contra las actividades ilícitas. Representan un abanico de retos y oportunidades nada desdeñable para la acción frente a la criminalidad organizada, aunque por el momento surjan más preguntas que respuestas y muchas más incertidumbres que certezas.

Insistir, como broche fi nal, que la seguridad de los ciudadanos en una democracia no puede ser lograda a cualquier precio y de cualquier manera, sino que se debe alcanzar con pleno respeto de los derechos y garantías que el sistema político mismo reconoce a las personas. “Es esta una situación paradójica del Estado democrático, puesto que, en cuanto a Estado, reivindica para sí el monopolio de la fuerza, pero al mismo tiempo, en cuanto es democrático, se compromete a ejercer esa fuerza cuyo monopolio detenta, con sujeción a principios y reglas que ninguna justifi cación podría justificar transgredir” (Peña, 1996).

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