Los carabineros que recorren las veredas de Bolívar a lomo de caballo

Les cuenta que la tierra viene buena, que el invierno está “como en duda”
  • entre veredas y potreros (1)
  • los Carabineros de la Policía Nacional de Colombia (2)


Por: Emilio Gutiérrez Yance

En los caminos tibios que cruzan el departamento de Bolívar, cuando el sol apenas empieza a pintar de oro las hojas de plátano, se escucha el repique suave de los cascos sobre la tierra húmeda. Es el sonido inconfundible de los Carabineros de la Policía Nacional de Colombia, que avanzan entre veredas y potreros como quien visita a la familia.

El primero en verlos es don Calixto, un campesino de manos curtidas y mirada tranquila. Está revisando la cerca cuando oye el paso de los caballos; antes de cualquier cosa, se acomoda el sombrero que ya tiene la forma de tantos amaneceres y se seca el sudor que le corre por la frente. A sus pies, Cien Pesos, el perro flaco y fiel del caserío, mueve la cola como si también saludara. “Ahí vienen los muchachos”, dice Calixto, sin perder esa calma que lleva en la voz.

Cuando los Carabineros se acercan, Calixto se apoya en el alambre y se pone a conversar con ellos. Les cuenta que la tierra viene buena, que el invierno está “como en duda”, y que anoche los mangos cayeron del palo solitos, “como si se ofrecieran pa’ que uno los recogiera sin esfuerzo”. Mientras habla, otro mango cae con un golpe suave sobre la tierra, y Cien Pesos corre a olerlo como si fuera un tesoro.

Unos metros más adelante, doña Mercedes, con su delantal floreado y olor a maíz recién molido, se asoma a la puerta. Viene de encender el fogón y el calor todavía le arropa el cuello, así que se lo seca con un trapo blanco antes de saludar. “¿Ya tomaron tinto?”, pregunta con un tono que mezcla cariño, preocupación y costumbre. En su casa, los Carabineros siempre encuentran sombra, café, agua fresca y conversación.

A la sombra generosa de un tamarindo antiguo, doña Ruth se mece en su mecedora que chirría con cada vaivén como si también fuera parte del relato del día. Luis Eduardo se baja del caballo, se quita el sombrero y se acerca. Ella le sonríe con la paciencia de los años. “Mijo, amanecer ya es media bendición”, dice, mientras sigue meciéndose, marcando un ritmo que parece detener el tiempo.

La patrullera Daniela continúa el recorrido revisando caminos y preguntando por necesidades urgentes. Habla con los jóvenes, mira las trochas, observa que todo esté en calma. Aquí, la seguridad no solo se ve: se siente en cada gesto sencillo, en cada risa compartida, en cada confianza ganada a punta de presencia.

No hace mucho, cuentan ellos, tuvieron que cruzar un arroyo crecido para sacar a un niño enfermo en la vereda Tacasaluma del municipio de Magangué. El agua les llegaba a las rodillas, pero no dudaron. La madre todavía recuerda ese día con los ojos húmedos: “La esperanza llegó montada”, suele decir, como si esa frase hubiera quedado grabada en el caserío.

Cuando la tarde se rinde y deja caer su luz dorada sobre los guayacanes, los Carabineros toman el camino de regreso. Entre polvo, sombra y el eco de los cascos, las veredas saben que, en estas tierras de fogones encendidos y mangos que caen como ofrendas, la seguridad tiene rostro humano, palabra serena y paso de caballo.