Antes que el virus que produce COVID-19 mute, hay algo más arraigado en la humanidad que ya ha mutado; el amor, un sentimiento que tampoco ha sido ajeno a esta reorganización que vive nuestro planeta.
Familias encerradas juntas o aisladas, novios distanciados, amantes separados, esposos bajo el mismo techo más tiempo de lo que acostumbraban, hijos pequeños permanentemente en casa, abuelitos alejados, familiares exiliados. Atravesamos por un momento donde paradójicamente besamos y abrazamos a menos personas por amor, porque es ese amor a nuestros seres queridos lo que nos lleva a alejarnos físicamente de algunos de ellos para protegerlos.
Surge entonces una nueva forma de amar, o tal vez no nueva realmente, pero sí emergente, recuperada, desarchivada. Un amor adaptado a una forma menos física y más profunda, más poderosa, que ha llevado incluso a humanizar algo que se ve tan impersonal como lo es la comunicación virtual, un amor que se entrelaza con la solidaridad y la compasión, que busca el altruismo, la bondad, que nos llena de esperanza, que nos hace pensar que cuando todo esto pase, podremos ser y estar mejor. Un amor que nos hace ver más en nuestro interior y que a su vez nos conecta con la naturaleza. Hemos sido testigos, como hace mucho tiempo no lo hacíamos, de hermosos amaneceres, atardeceres majestuosos, lunas radiantes, no era que antes no existieran, simplemente estábamos demasiado ocupados para esas cosas.
A los esposos les ha tocado redescubrir los caminos del amor; a los amantes idearse formas de mantener la llama encendida en medio de la clandestinidad y la pasión, a los padres aprender a tolerar a esos ‘chiquitines’ que tanto aman, pero para los cuales se tiene tan poca paciencia en ocasiones; a los abuelitos, en medio de su amor por los nietos sobre todo, les ha tocado aprender sobre tecnología, redes sociales, conocer Zoom, Instagram, y un montón de cosas que nunca imaginaron; a los jóvenes, hacer fiestas en línea en un intento por mantener vida social; a los amigos reencontrarse a través de la virtualidad y hacer de esos encuentros espacios cálidos que permitan que a través de la fría pantalla y el apático teclado resurja la fuerza de un abrazo, la ternura de una caricia, el aliento de una palabra. Es eso, o morir en desamor.
Efectivamente el amor no se ha ido, está más presente que nunca, inventándose, redescubriéndose, porque, aunque hemos sido tildados como el verdadero mal del planeta, estamos llamados a habitarlo y a inundarlo de esa fuerza que como humanidad poseemos.
Patrullero. Emilio Gutiérrez