Por: Emilio Gutiérrez Yance
En San Jacinto del Cauca, cuando el sol apenas estira sus brazos por detrás de los playones, el día comienza como lo ha hecho desde hace generaciones: con el rumor de un río que no olvida y con la voz antigua del campo que llama a la jornada. Allí, donde la tierra huele a historia y a esperanza recién molida, la administración municipal y la Policía Nacional han empezado a trazar un nuevo mapa, no en papeles ni oficinas, sino en la misma vida cotidiana de su gente.
El alcalde Oney Hernández Rivera suele decir que gobernar este municipio es como caminar entre surcos: cada paso tiene un destino, pero también requiere cuidado. Y en esas madrugadas de pueblo, cuando los arrozales apenas muestran un verde tímido y la brisa se mete por las ventanas como un saludo, uno puede ver lo que él quiere decir.
Los primeros en despertar son los campesinos. Esos hombres de manos gruesas, curtidas por el sol que cae sin misericordia, se levantan antes que el canto del gallo. Atienden el ganado, revisan el pasto, se aseguran de que la tierra —esa abuela silenciosa— siga dando lo que sabe dar: vida. Más tarde, los sembradores se internan en los arrozales, donde las botas chapotean despacio, como si cada paso fuera una conversación íntima entre el hombre y el barro.
Y está también el pescador. Siempre hay uno en San Jacinto del Cauca que baja al río antes que el resto del pueblo despierte. Su figura, delgada y decidida, se recorta contra el amanecer mientras revisa su atarraya. El agua lo conoce por su nombre, lo saluda con un reflejo dorado, y él responde dejándose llevar por la corriente. De su oficio nacen historias que se cuentan en las casas y en las tiendas, historias donde el pescado no solo alimenta cuerpos, sino también esperanzas.
En medio de esa geografía humana, el subteniente Jossie Esteban Ramírez Vargas, comandante de la estación de Policía, se ha vuelto parte del paisaje cotidiano. No pasa desapercibido; su presencia es la de quien se gana el saludo a fuerza de respeto. Acompaña a los campesinos en sus veredas, recorre caminos polvorientos, escucha problemas, recoge denuncias como quien recoge frutos maduros. “La seguridad también se riega —dice— igual que un cultivo. Si no se cuida todos los días, se pierde”.
Es así como, bajo el liderazgo del alcalde Hernández Rivera y con el trabajo articulado de la Policía Nacional, San Jacinto del Cauca ha empezado a sentir un aire distinto, menos pesado, más suyo. Se pavimentan calles, se iluminan esquinas, se levantan proyectos que antes parecían espíritus: se hablaban, pero no se veían. Hoy se ven. Hoy se tocan.
Las tardes siguen siendo lentas, como si el pueblo fuera un viejo narrador que nunca tiene prisa. En las bancas, los mayores comentan los cambios con esa mezcla de sabiduría y escepticismo propia de quienes han visto pasar muchas cosas. Pero algo es distinto: ya no hablan de miedo. Hablan de movimiento. De gestión. De presencia.
San Jacinto del Cauca no se transforma de un día para otro; nadie lo espera. Pero se mueve, como el río: a veces lento, a veces impetuoso, siempre hacia adelante. Y en ese avance, la administración municipal y la Policía Nacional no solo trabajan: acompañan. Son parte de la historia que se escribe con sudor, con barro, con redes mojadas, con ganado que pasta en silencio y con arroz que crece de madrugada.
Porque aquí, en este rincón cálido del sur de Bolívar, la seguridad y el progreso no son palabras de discurso: son el amanecer del campesino, el retorno del pescador y la certeza profunda de que un pueblo que se levanta temprano nunca se queda atrás.