“Señora Policía, cuánto me debía el destino, que contigo me pagó”. Al mayor Humberto Aparicio Navia, de 81 años, se le saluda de forma militar, se le pide permiso para hablar, entrar a su recinto o retirarse. Así lo enseñaron sus maestros, a quienes achaca su estricta formación en 60 años de servicio.
Impecable en su vestir, no admite errores lingüísticos. “Señorita, léame esta acta bien y despacio”, le decía a su secretaria personal en su oficina. “No se la lleve”, replicó. Nunca firma sin repasar el documento de principio a fin porque eso le costó la salida a un oficial muy importante, que refrendó su propio despido por pereza.
Sus memorias han llenado libros. Su primaria la cursó en Palmira, Valle del Cauca, cuando vivía en la hacienda El Cabuyal.
En la ciudad terminó otros cursos del bachillerato y estuvo interno en una comunidad de frailes franciscanos. “Alcancé a vestir el hábito de corazón de lis, alma de querube, lengua celestial y lenguaje celestial”. Así, entonando, habla todo el tiempo.
Retomemos. Eso fue hasta que se lo llevaron al monasterio San Luis, de Ubaté, un convento con una educación muy severa que hubiera soportado si no fuera por su pasión por los deportes. “Eso de estar prisionero del amor divino no era lo mío. El régimen monacal era sumamente severo”.
Además, una niña de capul y media tobillera lo dejó prendado al bajar al pueblo cuando transportaba a los monjes a hacer sus diligencias. “Ella nunca se enteró. Yo vivía embelesado, vistiendo el hábito de San Francisco. Tenía 14 años”. Finalmente regresó con su familia a Cali.
Fue un teniente de la Policía Departamental del Valle el que le sembró la inquietud de ser policía. Poco tiempo después pertenecía a la institución.
La prueba se la hizo un médico muy conocido, el doctor Jorge Villamil, famoso compositor. “Qué exámenes ni qué nada, seguí”, le dijo su amigo, quien ya conocía sus dotes como deportista. “El 7 de febrero de 1957 ingresé a la Escuela de Cadetes. Le ganaba a todo el mundo en atletismo, natación, equitación, tiro y esgrima. Eso me dio mucho prestigio y la posibilidad de competir en otros países. Me gradué de oficial el 14 de agosto de 1959”.
Siendo oficial de planta instruyó a muchos que después vio de generales. Los generales Rosso José Serrano, Óscar Peláez Carmona o Carlos Rodríguez son algunos de la lista. De hecho, dice que a personajes como Miguel Maza Márquez u Óscar Adolfo Naranjo los tuvo bajo su “disciplina espartana”. El régimen militar se imponía.
El piloto
Es una de sus historias mejor contadas. “Cuando me gradué, la Presidencia de la República me regaló un reloj Rolex, una pistola y un estilógrafo Parker de oro. “Adivine qué hice con eso”, dice. El mayor Aparicio los vendió porque su sueño era ser piloto, como su ídolo, Pedro Infante.
Así logró matricularse en la Escuela Nacional de Aviación Civil Colombiana, y en 1964 salió como primer aviador. Manejaba un Piper 135. “Uno llegaba, aseguraba el avión para que no arrancara solo, y con la mano se le daba vueltas a la hélice”. Esa fue su pasión; también, la poesía y los idiomas; es autodidacta, así aprendió inglés, griego y alemán. Fue feliz cuando la Policía se hizo con su flotilla de aviones.
En el diálogo le pierde el hilo al tiempo y sale con pasajes como el de que fue escogido como edecán de Luz Marina Zuluaga, el papa Pablo VI e Indira Gandhi. En cada época de su vida fue líder; dice que no nació para que lo mandarán, sino para mandar.
Estuvo como comandante de la Universidad Nacional, un pedido del presidente Carlos Lleras Restrepo, luego de que los estudiantes lo sacaron a punta de piedras. Con 60 policías, se tomó la universidad y logró ganarse la confianza de los estudiantes, salvo algunos grupos de mujeres.
Dice que les llevó todos los servicios al campus; el de cedulación, pasaporte y aplazamiento del trámite de la libreta militar; claro, también prestaba los caballos de la Policía y los buses para que los universitarios hicieran sus paseos.
En la Nacional también conoció a “un tal Camilo Torres”, a quien le aconsejó que nunca se fuera para la selva, y a su esposa, su eterna compañía. “Ella me coqueteó, pero lo ha negado toda la vida” (risas). Dice que ella le ahorró el esfuerzo de tener hijos porque ya tenía tres, y que se casaron en Cali. “A los 33 años me llevó el diablo”.
Las cárceles
A la cárcel La Modelo llegó como director cuando existía la Dirección Nacional de Prisiones y luego de una fuga masiva de presos. “Allá estaban todos los presos del M-19”. El orden, la disciplina y la limpieza le hicieron ganarse enemigos. “Conmigo se acabó la cochinada. Para mí, los reos son trabajadores”.
Eso le costó, cree, su primer atentado, muy cerca del estadio El Campín, donde residía. Dos hombres, ocultos en unos pinos, le dispararon. Ese día fue noticia internacional.
También sacó de la miseria a la Colonia Penal de Oriente. “Cuando llegué, los presos estaban en condiciones paupérrimas. Peor que un campo de concentración”. Eran casi 300 reclusos para sacar adelante.
“Las pocas vacas eran solo cachas, los toros ni las miraban”. Seis años le bastaron para hacer de ese penal todo un centro de producción. “Llegamos a exportar carne. Yo puse a los presos a levantarse a las 3 de la mañana a trabajar”.
Esa disciplina hizo que lo intentara matar un guardián y que un tiro que salió de entre las montañas asesinara a su caballo. Lo mismo hizo con la cárcel de la Policía de Las Cruces, una casona en ruinas levantada con ayuda de los reclusos y que convirtió en panadería. “Repartíamos pan en todas las estaciones”. Eso fue en 1989.
Fue castigado
Dice que siendo jefe de relaciones públicas de la Policía “llegó al churubito de la fama”, pero también fue castigado por sus salidas de tono, como cuando lo mandaron al Caquetá por pedir la salida de dos importantes militares. Allá llegó en pleno auge de la marihuana, conoció a los nativos y navegó por ríos caudalosos.
Amores y odios se ha ganado. Fue tan estricto que omite contar esa parte de la historia. Hasta un general me dijo que me fuera. “Estamos aburridos con usted. Váyase o lo voy”.
El mayor Aparicio resultó en España. Tuvieron que escoltarlo hasta el avión para que no se devolviera. Es de los que dicen que las vacaciones son vagabundería.
Hoy, en el ‘octavo piso’ de su vida, es el más condecorado en la institución, sigue activo como director del Museo de la Policía, hace parte de varios grupos literarios, no para de estudiar; cuando se sube a su carro, le pregunta a su conductor: “¿Cuál es el curso de hoy? Diga a ver”; “Mi mayor, estábamos estudiando a Máximo Gorki”, le responde. Perder el tiempo no está nunca presupuestado.
“Les digo a mis agentes: ‘Si quieres ser feliz por un día, embriágate; si quieres ser feliz diez años, cásate; si quieres ser feliz toda la vida, hazte policía”.
Carol Malaver - Subeditora Bogotá