Caballeros del Servicio

Una institución de valientes.

Por: Emilio Gutiérrez Yance.

En el inventario de mis recuerdos guardo desde la infancia y la adolescencia que la imagen de un policía, con solo su presencia en cualquier lugar al que llegase, era señal de autoridad.

Por aquellas etapas de mi vida residía en Santa Marta, donde en más de una oportunidad sentí esa sensación de autoridad en muchos conflictos que ocurrían en el barrio. Allí llegaba un policía, aunque fuera uno solo, y el aire cambiaba, se sentía el aroma del orden. Verlo o verlos llegar era devolver la tranquilidad a la gente, incluso, a quienes se enfrentaban entre sí.

Era tanto el respeto que las riñas de niños y adolescentes terminaban con la sentencia de un adulto: ¡Se aquietan o llamo a la Policía! Todos atendían el llamado. La quietud era inmediata y el respeto por la institución salía a flote. No hay duda, se trata de un cuerpo respetable por su naturaleza y el accionar íntegro de sus hombres y mujeres.

Ese respeto motivó mi deseo de ser parte de esta Institución. Por ello inicié y sigo con mi carrera policial, prestando mis servicios a Colombia y siendo consciente de que el reto no es fácil. Que son muchas las amenazas, pero más las fortalezas que me inspiran a lucir el uniforme.

De niños, en algún momento, muchos pensamos en ser Policías. En nuestros juegos de calle era infaltable el Policías y Ladrones. Las discusiones se armaban sobre quienes de los que departíamos estaríamos en los diferentes grupos.

La psicología del policía infantil no es algo fácil de explicar. Simplemente, el niño o niña era consciente de lo que representaba ser un representante del orden y sabía, inconscientemente, de poseer durante ese rol de juego un estatus superior al de su adversario. Todo se explicaba en aquella regla no escrita del juego que nadie jamás, ni en los peores momentos en los que ganar o perder el juego dependía de una decisión, se atrevió a violar: El niño policía respetaba la vida de su adversario y no podía actuar en contra de sus valores. Valores de los que seguramente, a esa edad, muy poco o nada conocían, pero respetaban.

Un ejemplo:  Al encontrar a un niño del equipo de los bandidos y sorprenderlo por la espalda, el niño en el rol de oficial del orden debía gritar: ¡Alto, manos arriba o disparo!

El niño con el papel de infractor de la ley tenía sus alternativas claras: se rendía y podía jugar en la siguiente ronda, o intentaba, al mejor estilo de un vaquero de películas del antiguo oeste, un movimiento inverosímil y rápido para accionar su arma antes que su rival policía. El que perdía recibía el impacto de un chorrito de agua salido del arma de dotación de su rival. La ventaja del policía era clara. El niño bandido se rendía y no tentaba su suerte.

Obviamente había quienes desafiaban el destino y resultaban mojados. Ellos debían esperar toda la ronda, generalmente dos partidos, para volver a jugar. Por eso muchos preferían rendirse.

Es precisamente en ese pequeño pasaje en el que viene lo llamativo de esa regla que pareciera ser una orden de estricto cumplimiento dada por el niño que todos llevamos dentro: en esa ética infantil el bandido no estaba obligado a decir a dar la voz de Alto y pedirle al policía que se rindiera. Podía disparar a discreción y nunca nadie lo condenó por eso. El niño bandido sabía que podía violar la norma. El niño policía defendía la norma incluso en perjuicio de su vida.

Como si de una muestra de la nobleza de los caballeros del Amadís de Gaula, los niños que eran del equipo de los Policías mantenían ese honor y nobleza que solo les otorgaba el estar en desventaja con un rival que no estaba obligado a respetar su vida. El desmedro de su integridad enaltecía su virtud caballeresca y decir “Alto”, así representase dar un paso atrás en su objetivo, significaba estar varios pasos adelante de su adversario en cuanto a dignidad. 

Ningún comandante infantil de Policías en el juego violaba la norma. Era preferible perder. Así, el niño y niña Policía que todos los que portamos este uniforme llevamos dentro, nos está dictando, desde siempre, que la gallardía y la caballerosidad que da el lucir estos colores valen mucho, quizás igual o más que nuestra propia vida.

Nuestra Policía Nacional es hija de los principios franceses, de su elegancia y gallardía. El general Marcelino Gilibert, nuestro primer director, un francés, curtido en batallas y hombre de sobrados méritos militares, escogió 450 hombres por poseer “maneras cultas y carácter firme y suave”, como lo escribe el autor Mario Aguilera Peña. Así nace nuestra institución. Con la característica de la nobleza, de los ideales de los caballeros y la gallardía que nos hace — y disculpen que insista — hombres y mujeres de maneras cultas, carácter firme y suaves.

El accionar de algunos integrantes no pude manchar la solidez y grandeza de nuestra institución. No puede hacernos olvidar la voz de aquel niño que nos hizo desear este uniforme para nosotros. Quizás ellos nunca entendieron que ser Policía es enfrentar a los bandidos con la desventaja de ser nobles y gallardos, pues son precisamente esos principios, los que los convierten en el equipo de los buenos.

No se trata de palabras huecas o retórica vencida en el tiempo por el calor de las circunstancias. Esa orden de “¡Alto, ríndase o disparo!” debe ser el eje de nuestro comportamiento y marcar la diferencia con el bandido que combatimos. Eso y solo eso, no nos hace pasar al otro bando a nosotros, a nuestros compañeros y a nuestra institución.

Es el precio de ser Policía, como el precio que paga el médico o la enfermera, que contraen el virus o la enfermedad del paciente que tratan. Es el precio que, sin duda, la inmensa mayoría paga al mantener vivos esos principios.

Es difícil que las personas entiendan que los hombres y mujeres están para hacer el trabajo que muchos no estarían dispuestos a hacer, están para cuidar las calles, capturar delincuentes, perseguir ladrones, buscar prófugos y destronar a quienes se adueñan de las calles, están para cumplir con lo que ordene la ley.

Señores policiales, hay que aprender atemperar la problemática que se nos presenta en la jurisdicción porque de un mal proceder enlodamos la imagen institucional que es la que representamos por medio de esta investidura llamada uniforme.

Aquí se quiere destacar el nombre de la Institución y desvirtuar a quien quiera descalificarla por acciones individuales o grupales de algunos integrantes. Hacer eso, sería equivalente a desconocer la autoridad que da la paternidad porque algunos padres hayan actuado mal.

La Policía es autoridad en la sociedad, así como el padre es autoridad en el hogar. Esa autoridad debe inspirar una gran confianza cuya mayor virtud y muestra es el respeto.