Había una vez un pueblo no tan lejano donde algunos niños crecían y crecían, pero no sabían qué era cantar una canción de cumpleaños, soplar unas velas o partir una torta. Era como si no tuvieran fecha de nacimiento, como si los globos, las serpentinas, las sorpresas y los regalos jamás se hubieran inventando. Allí nunca se pedían deseos. Los padres de estos hijos de Soatá (Boyacá) son humildes campesinos que van de finca en finca tratando de ganar su jornal, mientras dejan a sus pequeños, entre los 5 y 10 años, al cuidado de almas caritativas de la Escuela Normal Superior de la Presentación, en plena zona rural.
La Policía Nacional, a través del Grupo de Protección a la Infancia y Adolescencia, llegó hasta este campo boyacense con la idea de generar en los estudiantes un espíritu emprendedor que les permita construir en el trasegar de sus vidas proyectos y metas a corto, mediano y largo plazo. Durante los primeros acercamientos, los uniformados quisieron llorar al saber que uno de los principales sueños de estos hijos del olvido era poder celebrar al menos un cumpleaños, ojalá en compañía de sus amigos.
Preciso, entre los policías estaba el subintendente José Roberto Arcos, un hombre que aprendió de sus padres todos los secretos para hacer un buen pastel. Desde ese mismo día y cada vez que se aproxima un cumpleaños, el uniformado deja a un lado su arma de dotación, se pone un delantal y comienza a mezclar harina, huevos y mantequilla hasta darle sabor y forma a verdaderos manjares. Con las tortas también llegaron los refrigerios, los cánticos, los abrazos, las sonrisas y un eterno agradecimiento para con la Policía Nacional. A la par con los happy birthdays comenzaron a valorar los deseos y los sueños de niños felices, escenario propicio para que los policías comenzaran a hablarles de derechos humanos, de educación sexual, de estudio y futuro.