El mediodía cayó a plomo sobre el pueblo. El sol encendía los techos de zinc y hacía vibrar el aire como una lámina caliente. En el barrio La Esmeralda, los mangos levantaban su sombra ancha sobre el polvo del campo. Bajo ellos, los jóvenes esperaban en silencio, con el sudor marcándoles la frente y la ilusión bien prendida al uniforme. De vez en cuando, un fruto maduro se desprendía y caía al suelo, como si también quisiera estar presente en la ceremonia.
Cuarenta y tres jóvenes permanecían en formación bajo la claridad inmóvil del mediodía. El aire parecía detenido, espeso, como si la respiración del pueblo entero esperara con ellos. Nadie hablaba. Se oía apenas el roce seco de las botas sobre la tierra y, a lo lejos, el canto insistente de un gallo que se resistía al silencio. Algunos habían llegado desde el sur, otros desde los pueblos ribereños, y uno que otro tenía en el acento la nostalgia del monte. Vestían igual —uniforme recién planchado, botas que brillaban como espejos—, pero en el fondo de cada mirada había una historia distinta, una promesa que todavía no sabía su peso.
Hubo palmas que sonaron secas, ojos que brillaron con el reflejo del mediodía y una voz que fue nombrando, uno por uno, a los nuevos servidores. Las madres, con pañuelos descoloridos o chancletas gastadas, seguían el acto desde la sombra, inmóviles, con la mirada tensa de quien quiere retener para siempre una imagen.
A un costado, los mandos policiales observaban sin parpadear. El sol les marcaba el filo del uniforme y les endurecía el gesto. El coronel Alejandro Reyes Ramírez tomó el micrófono con serenidad y habló sin levantar la voz. Dijo que servir no era solo portar un arma o un uniforme, sino hacerlo con respeto, con memoria y con valor. Cada palabra pareció quedarse flotando en el aire espeso de La Esmeralda, y dejó a los jóvenes llenos de orgullo y deseos de servir. La cancha de fútbol, que tantas veces vio sudor de partido, se volvió escenario solemne. El polvo se aquietó, el murmullo se apagó y, por un instante, todo Magangué pareció sostener el juramento junto a ellos.
No hay magia más cierta que la que florece de una decisión libre. Los sesenta y cuatro cruzaron la línea invisible que separa al muchacho del servidor, y en ese paso el aire mismo pareció cambiar de color. Ahora llevan su elección como quien lleva una insignia en el pecho: con orgullo sereno, con la alegría sencilla del que se sabe útil. El radio en la cintura brilla como un sol doméstico, y el deber —ese invisible compañero— les camina al lado, respirando junto a ellos.
Esa tarde, cuando el acto se disolvió en aplausos y abrazos, el viejo mango del patio volvió a cumplir su rito. Desde su altura, desprendió un fruto maduro que cayó rodando hasta el pie de una madre que aún no se movía. Ella lo recogió con una dulzura antigua, lo partió en dos con las manos firmes y ofreció la mitad a su hijo.
—Ahora sí, mijo —murmuró.
No hizo falta decir más: en ese gesto quedó dicho todo lo que el lenguaje nunca alcanza.
Al caer la tarde, la comunidad del municipio se quedó un instante mirando el horizonte, como si en el aire aún quedara suspendido el eco de los juramentos. Las palabras se habían agotado, pero la emoción seguía latiendo en los rostros de las familias. Aquella ceremonia no fue solo un acto protocolario, sino el retrato vivo del esfuerzo compartido, de los días de entrega y esperanza que ahora germinan en un futuro más seguro para la región.